miércoles, 24 de septiembre de 2008


" Palomar de roedores "


—Pero señor... ¿Qué hace?
—Lo que ve... ¡Matar palomas!
—¡Qué animal!
—¿Animal? ¿Yo?


Son las 8 de la mañana de un viernes de abril en el Parque Forestal. Imberbes rayos solares cruzan el follaje arbóreo hasta alcanzar una especie de plazoleta enclavada en el ombligo del parque. Curiosos, esos rayos parecen fotografiar una dantesca escena protagonizada por decenas de palomas que se retuercen, que se sacuden envenenadas. La habitual impoluta estampa de aquel escenario es afeada por mendrugos de pan esparcidos, sin ton ni son, en todo su ámbito. Un sexagenario hombre, de garbo elegante y finos modales, ocupa uno de los bancos carcomidos por las termitas y por los desmanes de Cronos. El colorido y estilo de sus ropas —chaqueta de nobúk marrón, polera verdeagua, pantalón crema y zapatillas blancas— difieren de su aura lúgubre y apática. Entre sus piernas sostiene una bolsa de papel, desde la cual extrae los mendrugos que arroja en rededor, convocando más y más palomas. Éstas, hambrientas y desaprensivas a partes iguales, nada más entrar en contacto con las ofrendas del hombre, sienten cómo sus picos son quemados por el veneno...


—Es una locura lo que hace...

—Locura es dejarlas vivir y que...
—Diría más bien que es un delito...
—¡En absoluto, señor! Usted ni sospecha lo perjudiciales que son para la salud del hombre, para el progreso, para...
—Señor, son seres vivos. Como usted. Como yo...
—Le insisto. ¿Sabe que transmiten peligrosas enfermedades? ¡Enfermedades infecciosas y letales!
—¿Ah sí? Y podría decirme ¿qué enfermedades?
—Por ejemplo... El virus... esteee... El virus... Ese virus que viene del campo. El que transmiten los ratones colilargos. ¡Lo tengo en la punta de la lengua!
—Usted dirá. ¡Que hable el experto en la materia!
—Le ruego me dispense. Hay términos que a mi edad resbalan de la memoria. Sobre todo los de carácter científico. ¿Sabe el nombre del virus al que me refiero?
—¿Qué siente?
—¿Perdón?
—Eso. ¿Qué siente al hacerlo?
—¿Hacer qué?
—Pues, ¡matar palomas!
—Orgullo y satisfacción, ya que no mato en vano. ¡Salvo vidas humanas!
—¿¡Qué cosa!?
—Aplico una lógica elemental...
—Que consiste ¿en?
—Elegir.
—¿Cómo así?
—Elijo preservar nuestra especie.
—¿Nuestra especie?
—Así es. La humanidad corre peligro. Usted parece ser una persona culta. ¡Me imagino sabe de lauchas, ratones, guarenes! Según sus conocimientos, dígame, ¿para qué sirven?
—Esteee... No sé. Deben servir para... Déjeme ver... Para...
—No perdamos el tiempo ¿Don...?
—Gabriel. Gabriel Palominos.
—Entonces, Gabriel... Dígame: ¿de verdad quiere enterarse por qué lo hago?
—Es lo que averiguo...
—Los ratones inspiran dibujos animados, le llenan los bolsillos a los herederos del Señor Disney... Eso en un sentido lúdico. Los únicos ratones decentes son los de laboratorio y, aunque son artificiales, como de peluche, reconozco que cierta utilidad tienen. No obstante, ¿sabe?, en un sentido doméstico no le sirven ni a los gatos. Los gatos de hoy sólo comen pellets. Y es que la inmensa mayoría de los ratones repulsan. Destruyen y corrompen lo que tocan, huelen u orinan...
—Y transmiten enfermedades infecciosas y letales...
—¿Ve cómo nos vamos entendiendo, Gabriel?
—No lo creo... ¿Don...?
—Toribio. Toribio Cuéllar. Siguiendo con lo nuestro, respóndame una cosa: ¿ha matado alguna vez?
—¡Pero qué pregunta la suya! ¡Por supuesto que nunca!
—¿Mujeres?
—No.
—¿Palomas?
—¡Qué absurdo!
—¿Palomas?
—Ya le dije...
—¿Ratones?
—Tampoc... Esteee, sí. Da la casualidad que he matado a un guarén
hace algunos meses...
—Ve? No le dije que nos vamos entendiendo. ¿Cómo fue eso? ¡Cuénteme!
—Ocurrió en una oficina. El animal aparecía, hurgaba, roía, escapaba. A las mujeres las tenía histéricas. Un año entero de sustos e intrigas con todo el mundo pendiente de las alcantarillas...
—Interesante. ¿Y por qué lo hizo? ¿Lo obligaron?
—En absoluto. Fue voluntad propia. Ahora, ¿por qué lo hice? La verdad, hasta ahora nunca he tenido ocasión de hablar de ello con alguien ni de analizarlo por mí mismo...
—Acaso lleva el instinto y no lo asume...
—¿Instinto? ¿Qué instinto?
—El del asesino. El del que gusta matar...
—Oiga, Don Toribio... ¡Usted está...
—¿Loco? ¿Y usted? ¿Acaso no lo está? Mire nada más a su alrededor. ¿No está loco también ese barrendero que comparte su desayuno con los perros? ¿Y esos que se besan mientras fuman marihuana? ¿Y ese oficinista que se detiene a escuchar el trinar de los pájaros? ¿Acaso no estamos todos locos? Ahora bien, aún no me ha respondido, Gabriel: ¿por qué lo hizo?
—Ahora que lo pienso, creo que fue algo fortuito. Condiciones anormales diría yo...
—¿A qué condiciones anormales se refiere?
—La estúpida necesidad de hacerme notar, supongo. Quería llamar su atención. Que hablara de mí siquiera por un día. Sentirme importante...
—¿Una mujer?
—Así es. Quise impresionarla. ¡Qué bruto!
—¿Lo consiguió?
—¡Claro que sí! Acerté un pleno. Por poco no aparecí en los noticiarios. Supieron hasta en la Municipalidad. También se enteraron el diarero, la verdulera, los repartidores de gas, la gente del Manpower...
—Vaya acontecimiento...
—Y es que nadie se atrevió, Toribio. Ninguno de los varones: ni los famosos por sus bravatas, mucho menos los cobardes; ni los que ganan mucho dinero ni los que ganan poco; ni los trabajólicos ni los sacadores de vuelta... ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Sólo yo!
—A juzgar por su entusiasmo se trató de una experiencia intensa, sospecho que hasta agradable...
—Honestamente, vaya que sí fue intensa. Pero estuvo lejos de ser agradable.
—¿Qué sintió?
—Un atado de nervios que a duras penas mantuve a raya por los muchos ojos al otro lado del vidrio de la puerta: de los dueños de la firma, de mis compañeros, de mis enemigos y de ella... ¡Los de Ella!
—Mmmhhh, eso suena interesante. Siga por favor con los detalles. ¿Cómo ocurrió todo?
—Imagínese, Toribio, el animal y yo solos, encerrados en un cuartucho repleto de papeles, informes y coimas. El animal y yo. ¡Nadie más!
—¿Sintió miedo?
—Esa fue otra de las sensaciones que procuré no exteriorizar...
—¿Lo sintió?
—Un poco. El animal, como mínimo, inspiraba respeto. Era asqueroso, repugnante...
—¡Como las palomas! Claro, es que las palomas son ratones con alas...
—¡Toribio! ¡Por favor! No me confunda. Son cosas muy distintas...
—Discúlpeme Gabriel. Le ruego continúe...
—Está bien. El astuto animal se ocultaba y reaparecía una y otra vez, haciéndome creer que se trataba de una especie de táctica o estrategia suya...
—Seguramente buscaba la ocasión para atacarle...
—Bueno, siendo justos, yo buscaba lo mismo, aunque sin tácticas o estrategias de por medio...
—¿Y?
—De repente, con mucho de casualidad y con poco de talento ¡le asesté un batazo! Los gritos venidos de afuera ensordecían...
—¿Así fue como acabó con el muy maldito? Es que Gabriel, ya estaba siendo hora que acabara con el animalito de moledera...
—Un momento, Toribio. Nada de eso. No cante victoria tan rápido. Ese fue recién el comienzo...
—¿A qué se refiere?
—Con ese impacto sólo conseguí herirlo. De modo que, sigilosamente, me acerqué para rematarlo. Pero me vio antes que yo a él y, con muy malas intenciones, saltó desde una silla directo a mi cara...
—¡Caramba! ¿Lo mordió? ¿Lo rasguñó?
—No, por suerte. La cubierta de la silla era de una mica lisa, resbaladiza, por eso no pudo adherirse y sus uñas patinaron al lanzarse. Cayó al piso y quedó a mis pies...

—¿Entonces?
—Quise darle con el bate, pero no le apunté y... ¡Escapó!
—O sea... ¡Nunca mató a uno!
—¡Calma, Toribio! Escapó momentáneamente. Después del alboroto debía terminar mi labor ¿no?
—¡Estoy intrigadísimo! ¿Cómo lo hizo?
—Al rato pude localizarlo. Se metió entre unas columnas de papel. Tras varios fallidos intentos logré darle de lleno. ¡Hasta que vino lo terrible!
—¿Qué cosa?
—Tener que liquidarlo.
—Bueno Gabriel, ¿lo mató o no?
—Sí, lo hice. Claro que lo hice...
—¿Ve que no era difícil?
—Tal vez no me crea lo que le diré, Toribio... El animal, muy mal herido, parecía suplicarme que lo matara de una buena vez...
—¿Qué dice?
—Lo que oye. Y es que sangraba un rojo infernal, sus quejidos eran como de pesadilla. Sus pellejos estaban triturados... El pobre temblaba y se retorcía, como algunas de las palomas que usted acaba de matar...
—Disculpe que lo interrumpa, Gabriel... ¿Y?
—Atendí a sus súplicas y ¡¡lo reventé!!

No soy capaz de comprender cómo mi rutinario trote matinal se ve abortado de este modo. Menos soy capaz de explicar la forma en que me emboba el influjo del hosco anciano. La rabia con que comienzo a hablarle deviene a fervor y aquella burda polémica adquiere ribetes de amena charla. Ello, a pesar de la tétrica decoración: varias palomas, prontas a reunirse con las que han muerto hace un ya largo rato, languidecen agónicas y guturan clamando su muerte. Esta situación —como cuando hube de liquidar al guarén— me conmueve hondamente. El sudor se enfría y lo absorbe mi ropa. Reiterados temblores a modo de breves descargas eléctricas me recorren entero.

Tras arrugar la bolsa de papel vacía, Toribio se pone de pie, y, palmoteándome el hombro, dice:
—Admito que, por los ingredientes de su relato, no es lo más adecuado lo que le voy a proponer. En fin, qué le vamos a hacer, Gabriel. Lo invito a desayunar. Acaban de inaugurar un café acá al frente. ¿Dispone de tiempo?
—Si eso permite que deje de matar palomas, acepto. Tengo todo el tiempo del mundo...
—¿Vacaciones?
—Algo parecido. Cesante vocacional. Soy parte de los dos dígitos.
—Lo siento. Sea cual sea la fórmula, la cesantía suele ser muy dura. Aunque, como dice el refrán, "no hay mal que por bien no venga". Podría ayudarle...
—Se lo agradezco, pero quise decir que mi cesantía es voluntaria...
—Y usted podría ayudarme a mí...
—¿A matar palomas? Olvídelo. Y no intente convencerme...

Llegamos a un café-almacén que huele a presagios. Un espacio hurtado de un afiche europeo, pero enclavado en el ombligo de un estresado Santiago de Chile. Categóricos rayos solares exploran sus anchos y altos vitrales. Media docena de mesas con periódicos y revistas encima; vitrinas repletas de conservas, embutidos, quesos y aceites; en un rincón, cajones atiborrados de frutas y verduras y un canasto con panes de volúmenes y formas diversas; sacos y vasijas con legumbres, aliños y cereales a granel; piernas de jamón serrano, tiras de ajíes y coronas de ajo colgadas de un madero; anacrónicas máquinas, balanzas y accesorios y, equilibrándose en las aspas de un ventilador colgante, una pareja de roedores que juguetea animada, conforman su decorado.
Refugiados en el sosiego del recinto y en el perfume de su cafetal remojado e inmersos en la hospitalidad de cada sorbo, alargamos lo indecible el desayuno. Pitando impulsivos una cajetilla de cigarros, hurgamos polémicas en las bocanadas de humo. ¡Apuñalamos la filosofía!
Un detalle me dejaba en el tintero. (Como una fina ironía, las baldosas en blanco y negro del local parodian un tablero de ajedrez...)

—Le insisto, Gabriel: las malolientes palomas parecen verdaderos ratones...
—El vil hombre se jacta de humano y no lo es...
—¡Seguiré matándolas! ¡A paloma muerta, hombre puesto!
—A propósito, Toribio: ¿ha conseguido algo con todo eso?
—En realidad, ¡no mucho!
—¿Sabe? ¡Deberíamos someternos a los designios de nuestra naturaleza!
—¿De qué manera?
—Fácil. Siga matando palomas. Como hasta hoy: libre de sanciones, de reproches, de arrepentimiento. Gaste su tiempo con la opción de salvar al inocente, al desvalido, al ser supremo...
—Gabriel, me asusta. Y usted, ¿qué hará?
—¡Mataré hombres! ¡Seguiré matando hombres! Claro que sin envenenarlos, ni apalearlos, ni...
—No capto. ¿Cómo?
—Cuidando de no morir a las palomas. Si su teoría es cierta, mientras más palomas salve de morir, más hombres morirán. Salvaré tantas palomas que el hombre se extinguirá. ¡Libraré a la tierra de toda maldad! ¡La libraré de su verdadera plaga!
—Habla como un Mesías. ¡Como si fuera el dueño del mundo! ¡Y es apenas un hombre! Dígame Gabriel, ¿Cómo lo hará? Ya sé que tiene mucho tiempo, pero... ¿No piensa volver a trabajar? ¿Seducir mujeres? ¿Posar los ojos del mundo sobre usted...? No quiero desalentarlo. Llevo años en esto. Esta es la primera vez que alguien me increpa. Le llevo una gran ventaja. Nadie me detendrá...

—¿Que cómo lo haré? Sencillo: seguiré mis hábitos. Aunque correré más temprano. Averiguaré dónde vive usted y, antes que llegue al parque, lo invitaré a desayunar. Y después lo interrogaré. Haré que me confiese todo. Toribio, ¿comprende que de ese modo tendrá menos opciones de llevar a cabo sus fechorías?
—Me toma desprevenido. ¡No sé qué decirle!
—Sólo calle y confié en mí.
—¿Me ha descubierto?
—Da igual, mi buen amigo.
—¡No! No me ha descubierto. Su filosofía es muy básica. ¡Demuéstremelo! ¡Vamos, anímese! Aun queda mucho café por tomar.
—Está bien. Si usted así lo quiere, le daré en el gusto. Para empezar: ¿una mujer, verdad?

Una tos porfiada y seca enciende y empapa su rostro. Devastado, lo cubre con un pañuelo. Un cadavérico temblor de manos empuja una lacónica aprehensión:
—¡Está loco!
—¡Es una mujer! ¡Mata palomas por despecho! ¿Verdad? ¡Asúmalo!
—¿Por qué lo dice? ¿Quién es usted Gabriel?
—Toribio: anímese usted. Lo escucho...

Con los ojos llorosos y sin decir palabra alguna, el anciano escribe y escribe en servilletas su arcana y venial historia: »Un mal día y sin previo aviso mi esposa me deja. (Luego de haberla amado profunda e incondicionalmente y de brindarle mis mejores años...) La busco en la ciudad y en la periferia, en los pueblos más cercanos y en los de más allá; la busco en las playas atestadas y en las solitarias y en las filosas noches portuarias; la busco bordeando las carreteras y en viñedos y patatales alejados del ruido; la busco desde los valles templados hasta las mesetas de los hielos eternos, batiéndome a duelo con la cordillera; la busco en la inmensidad de la Patagonia, en un laberinto de islotes; la busco en iglesias y ferias; la busco remontando la cordillera hasta caer en siderales playas de arenas blancas y en abandonadas oficinas salitreras. La busco, cual guevarista insigne, barriendo la América libre, temblando y sudando sierras, desiertos, trópicos y selvas; la busco congregando canales e istmos, navegando la espesura del Caribe. Pasados los años, ya fatigado, la busco en suelo azteca; ya viejo, la busco acorralando el norte más helado. Y pasados los años que ya no contaba, abnegado, la busco, la sueño y la persigo, cruzando un charco que me vomita en una playa cualquiera del Viejo Mundo... Hasta que por fin, una tarde de un aciago crepúsculo otoñal, en la parisina inmensidad de los Campos Elíseos, la encuentro. La encuentro junto a él. Los encuentro besándose perdularios y feroces. Los encuentro rodeados por un insaciable racimo de palomas que, febriles y eróticas, picotean en la infinidad de unos mendrugos de pan que...«

—Ni un millón de palomas muertas se la devolverán. ¡No se engañe, Toribio! ¡Y olvide ese discurso seudo científico! Como usted, como Ella, como yo, las palomas tienen un rol que cumplir...
—Mmmhhh... Tal vez tenga razón Gabriel. ¿Y lo suyo? Continuemos con su historia, que la mía es demasiado amarga. ¿Qué ocurrió con Ella el día que mató al guarén? ¿La conquistó? ¡No me diga que por eso quiere que el hombre se extinga!
—¡Creí haberla conquistado! Desde aquel día, adujo manidas excusas para acercarse a mí. Me hice su confidente. Incluso me invitó a su departamento —vivía sola—. ¡Me pidió matar un ratón que la acechaba!
—Me imagino que fue a su departamento...
—Por supuesto que fui...
—¿Y?
—Lógico. ¡Dormía con otro! Y más: la muy pérfida me dijo desde el otro lado de la puerta que aguardara. Que ya terminaban. Que enseguida veríamos lo del ratón...
—Vaya mujer...
—Un compañero suyo ¿no?
—Como debía ser. ¿No le parece?
—¿De los que ganan más o menos? ¿De los bravucones o cobardes? ¿De los trabajólicos o sacadores de vuelta?
—De los que ganan muchísimo más, bravucón como pocos y eterno sacador de vuelta...
—Gabriel. ¿Por qué lo despidieron?
—Por no ser como ese tipo. ¡Supongo!
—¿Cuántos ratones ha matado? Me ha dicho que...
—¡Uno! ¡Sólo uno! Lo que ya le conté.
—Ahora comprendo. ¡Era su jefa! Lo despidió por no haber matado al ratón... ¿Verdad?
—Así no más fue Toribio. Al menos, técnicamente, esa fue la razón objetiva que me expuso. La razón subjetiva sigo sin conocerla...
—¡Qué malditas! ¡No nos merecen! Pero no se preocupe, Gabriel. Quiero proponerle otra cosa. Más bien ofrecérsela. ¿Sabe? Esperaba este día. ¡Lo esperaba a usted! ¡No mataré más palomas! Desearía que por su parte olvide lo de extinguir al hombre y lo de las plagas. Dispongo de cuantiosos ahorros y pretendo iniciar una empresa...
—No me diga. ¿De qué tipo?
 —Conversémoslo en detalle más tarde. Tome, tenga mi número, llámeme apenas pueda. ¡Y ahora vámonos! ¡Antes que agarre un resfrío de los grandes!

Tras las señas de rigor a la mesera, dejamos el café. El Sol ya está en lo más alto de su otoñal elipse. El frío en mi cuerpo se impone. Toribio sonríe, se frota las manos. Es mediodía. El tráfago amarillento de los buses y la urgencia de los autos marchitando el asfalto imponen vociferar para poder escucharnos. Hambrientas palomas picotean los adoquines y revolotean, desaprensivas, sobre nuestras cabezas. Esta vez, el anciano —cabriolas de la vida mediante—
las mira casi con ternura.

—Me sorprende, Toribio. No sé qué pensar. Por favor, adelánteme qué maquina...

—Ya le dije. Lo hablaremos después. Mientras, confórmese con saber que usted será la piedra angular de mi futura empresa. Gabriel, usted posee exactamente el perfil que buscaba...
—¿Perfil? ¿De qué perfil me habla? ¡No me joda ni me tome el pelo! ¡Últimamente han proliferado mis decepciones!
—Vamos Gabriel. Ahora que lo he encontrado, no sea usted quien me decepcione...
—Pero Toribio, ¿por qué yo?
—Simple. ¡Buscaba un ser humano consciente de sus limitaciones y orgulloso de tenerlas!


FIN

( Claudio Olivos - Otoño de 2002 - Santiago de Chile )

jueves, 11 de septiembre de 2008


"Sesgada aclaración referida a aquello llamado: El Once de Septiembre.... El 11-S.... (o como usted prefiera llamarle)"

Recuerdo cuando en plena dictadura, los fanchotes del innombrable nos forzaban a rememorar la tan infausta fecha con un tufillo de fiesta que salpicaba de rojo los calendarios. Se trataba, según su peculiar visión de las cosas, de la necesidad de echarnos a las calles y abrazarnos a los milicos tiznados, los mismos que nos tenían con el recreo cortado. Por cabriolas de la vida, durante años que se plagiaron febrilmente, puñados y puñados de chilenos ofendidos nos echábamos a las calles, convencidos que para eso de los abrazos faltaban más de 3 meses y que septiembre once era sinónimo de piedras orbitando furiosas, de bombas molotov en el hocico del zorrillo y de barricadas apuntaladas con varios neumáticos, mucho humo y bastante ingenio. Esa era nuestra particular forma de sumarnos a la fiesta. Ciertamente éramos unos aguafiestas. Unos hijosdelagranputa. Malagradecidos. Desmemoriados. Ociosos. Malaconsejados. Un trozo del lumpen en clave política. Unos vendepatria....
Me van a perdonar que discrepe: para no ahondar demasiado, diré qué éramos en realidad. Éramos simplemente: "La peor versión del sumiso...."

Desde acá, la memoria sigue su trabajo. Silenciosa pero cumplidora. Y huele a parte de lo descrito. A humo. A lucha. A funeral. A matanza....

Ya entrado el nuevo siglo y guiados por ese gran gurú de la política (o intrusismo) internacional, llamado Kissinger, el yanquee tuvo la genial idea de maquinar un plan igual de patético que siniestro. Montó su circo apoyado por el encomiable recurso de la televisión empachada de tecnología de punta y nos dejó boquiabiertos. Y se cargó esos 2 íconos del horterismo y la opulencia. Y para despistar quiso hacernos creer que lo del pentágono (así, con minúsculas) era más de lo mismo. Y se cargó miles de vidas. Conejillos de india. Héroes y víctimas de la demencia venida desde la estepa afgana, según el parte de los teletipos más urgentes. Víctimas, creo yo, así, a secas, de una industria armamentista en horas muy bajas.


Y pretendió cargarse del colectivo de todas las memorias nuestro Once. El Once de un Salvador Allende adscrito al honor, a la decencia, a la dignidad y a la coherencia. El Once de los chilenos. Ese Once del cual, los miembros del ejército libertador, quisieron nos sintiéramos orgullosos, sobornándonos con un día de vergonzosa fiesta elevado a la 17 potencia de la indecencia.
Son los adalides del orden supremo, aquellos que in situ le lamieron la polla a Kissinger (helo aquí, otra vez, el inefable) y quienes repugnantemente les sobreviven, los únicos que agradecen esa jugarreta del destino.... Y es que gracias a esa jugarreta, buena parte de la gran masa y sus dedos acusadores, ya no apuntan hacia Chile, sino que apuntan hacia un lugar llamado zona cero, hacia un lugar mucho más al norte, un lugar en el que llevan siete años montando una carpa que hospedará la ignominia del padre de todos los circos.


Y digo que pretendió. Sólo quedó en eso, pues no consiguió un pleno. Ciertas memorias son más listas que el hambre. No atienden desmanes. Carecen de etiquetas y vales de descuento. A ellas no se le aplican las rebajas ni se les cotiza en bolsa.
No son todas las memorias, lo sé. Pero sí son muchas. Y mientras una de ellas perviva.... ¡Echaros a temblar manipuladores de la historia!

Cada cosa quedará en su sitio. En el sitio que cada uno de nosotros la ponga....
O dicho de otro modo: en el sitio en que, con ese admirable buen gusto y amplio criterio que le caracteriza, tenga a bien ponerla.... nuestra memoria.




( Claudio Olivos - Septiembre 11 de 2008 - Madrid )


Nota: Gracias a una maravillosa mujer (carezco de su permiso para publicar su nombre) he tenido oportunidad de reconectar con mis orígenes. Ayer, ella, con esa sonrisa inigualable que le inunda el rostro, y de manera muy sutil, me ha empujado a hablarle de Chile. Y he vuelto a hablar de mi país -después de mucho- tiempo con toda la pasión que el cloacal hálito de esta funesta fecha convoca y propicia....

" Despertares "


".... Despiértate, niño.... Despierta".


(Una frase célebre -acaso la única- de mi escasa y remota madre).

Parafraseando a los Green Day, hubiese querido ser despertado cuando acabase septiembre.... Pero ocurre que:



( Claudio Olivos - Septiembre 11 de 2008, Templo de Debod, Madrid )