sábado, 20 de diciembre de 2008


" Encrucijada II "

He venido hasta aquí viniendo desde tan lejos,
con mis brújulas hartas ya de los obituarios.
Sufrí el picor de ojos durante el vil proceso,
 

urdiendo refugios en un recinto precario.


He venido a entumecerme en tus grises monumentos,
con mi celebérrimo zig zag de vagabundo.
Traje divorciados el olvido y los recuerdos,
vomitando miles de disfraces en desuso.


He permanecido en pie ataviando mi suburbio,
con tímidos andrajos de reñida añoranza.
He montado en el precario lomo de los burros,
escupiendo mi ombligo en este luto de infancia.


He dormido quitando del cielo las estrellas,
con mi larga escalera de aprendiz de bombero;
en sueños de desventuras, en sueños de gestas,
concebidos con un ojo abierto.... y el otro abierto.


He despertado sin que despertar falta hiciera,
pasaporte en mano y a la vista un aeropuerto.

( Claudio Olivos - Diciembre 20 de 2008 - Chamberí, Madrid )

miércoles, 24 de septiembre de 2008


" Palomar de roedores "


—Pero señor... ¿Qué hace?
—Lo que ve... ¡Matar palomas!
—¡Qué animal!
—¿Animal? ¿Yo?


Son las 8 de la mañana de un viernes de abril en el Parque Forestal. Imberbes rayos solares cruzan el follaje arbóreo hasta alcanzar una especie de plazoleta enclavada en el ombligo del parque. Curiosos, esos rayos parecen fotografiar una dantesca escena protagonizada por decenas de palomas que se retuercen, que se sacuden envenenadas. La habitual impoluta estampa de aquel escenario es afeada por mendrugos de pan esparcidos, sin ton ni son, en todo su ámbito. Un sexagenario hombre, de garbo elegante y finos modales, ocupa uno de los bancos carcomidos por las termitas y por los desmanes de Cronos. El colorido y estilo de sus ropas —chaqueta de nobúk marrón, polera verdeagua, pantalón crema y zapatillas blancas— difieren de su aura lúgubre y apática. Entre sus piernas sostiene una bolsa de papel, desde la cual extrae los mendrugos que arroja en rededor, convocando más y más palomas. Éstas, hambrientas y desaprensivas a partes iguales, nada más entrar en contacto con las ofrendas del hombre, sienten cómo sus picos son quemados por el veneno...


—Es una locura lo que hace...

—Locura es dejarlas vivir y que...
—Diría más bien que es un delito...
—¡En absoluto, señor! Usted ni sospecha lo perjudiciales que son para la salud del hombre, para el progreso, para...
—Señor, son seres vivos. Como usted. Como yo...
—Le insisto. ¿Sabe que transmiten peligrosas enfermedades? ¡Enfermedades infecciosas y letales!
—¿Ah sí? Y podría decirme ¿qué enfermedades?
—Por ejemplo... El virus... esteee... El virus... Ese virus que viene del campo. El que transmiten los ratones colilargos. ¡Lo tengo en la punta de la lengua!
—Usted dirá. ¡Que hable el experto en la materia!
—Le ruego me dispense. Hay términos que a mi edad resbalan de la memoria. Sobre todo los de carácter científico. ¿Sabe el nombre del virus al que me refiero?
—¿Qué siente?
—¿Perdón?
—Eso. ¿Qué siente al hacerlo?
—¿Hacer qué?
—Pues, ¡matar palomas!
—Orgullo y satisfacción, ya que no mato en vano. ¡Salvo vidas humanas!
—¿¡Qué cosa!?
—Aplico una lógica elemental...
—Que consiste ¿en?
—Elegir.
—¿Cómo así?
—Elijo preservar nuestra especie.
—¿Nuestra especie?
—Así es. La humanidad corre peligro. Usted parece ser una persona culta. ¡Me imagino sabe de lauchas, ratones, guarenes! Según sus conocimientos, dígame, ¿para qué sirven?
—Esteee... No sé. Deben servir para... Déjeme ver... Para...
—No perdamos el tiempo ¿Don...?
—Gabriel. Gabriel Palominos.
—Entonces, Gabriel... Dígame: ¿de verdad quiere enterarse por qué lo hago?
—Es lo que averiguo...
—Los ratones inspiran dibujos animados, le llenan los bolsillos a los herederos del Señor Disney... Eso en un sentido lúdico. Los únicos ratones decentes son los de laboratorio y, aunque son artificiales, como de peluche, reconozco que cierta utilidad tienen. No obstante, ¿sabe?, en un sentido doméstico no le sirven ni a los gatos. Los gatos de hoy sólo comen pellets. Y es que la inmensa mayoría de los ratones repulsan. Destruyen y corrompen lo que tocan, huelen u orinan...
—Y transmiten enfermedades infecciosas y letales...
—¿Ve cómo nos vamos entendiendo, Gabriel?
—No lo creo... ¿Don...?
—Toribio. Toribio Cuéllar. Siguiendo con lo nuestro, respóndame una cosa: ¿ha matado alguna vez?
—¡Pero qué pregunta la suya! ¡Por supuesto que nunca!
—¿Mujeres?
—No.
—¿Palomas?
—¡Qué absurdo!
—¿Palomas?
—Ya le dije...
—¿Ratones?
—Tampoc... Esteee, sí. Da la casualidad que he matado a un guarén
hace algunos meses...
—Ve? No le dije que nos vamos entendiendo. ¿Cómo fue eso? ¡Cuénteme!
—Ocurrió en una oficina. El animal aparecía, hurgaba, roía, escapaba. A las mujeres las tenía histéricas. Un año entero de sustos e intrigas con todo el mundo pendiente de las alcantarillas...
—Interesante. ¿Y por qué lo hizo? ¿Lo obligaron?
—En absoluto. Fue voluntad propia. Ahora, ¿por qué lo hice? La verdad, hasta ahora nunca he tenido ocasión de hablar de ello con alguien ni de analizarlo por mí mismo...
—Acaso lleva el instinto y no lo asume...
—¿Instinto? ¿Qué instinto?
—El del asesino. El del que gusta matar...
—Oiga, Don Toribio... ¡Usted está...
—¿Loco? ¿Y usted? ¿Acaso no lo está? Mire nada más a su alrededor. ¿No está loco también ese barrendero que comparte su desayuno con los perros? ¿Y esos que se besan mientras fuman marihuana? ¿Y ese oficinista que se detiene a escuchar el trinar de los pájaros? ¿Acaso no estamos todos locos? Ahora bien, aún no me ha respondido, Gabriel: ¿por qué lo hizo?
—Ahora que lo pienso, creo que fue algo fortuito. Condiciones anormales diría yo...
—¿A qué condiciones anormales se refiere?
—La estúpida necesidad de hacerme notar, supongo. Quería llamar su atención. Que hablara de mí siquiera por un día. Sentirme importante...
—¿Una mujer?
—Así es. Quise impresionarla. ¡Qué bruto!
—¿Lo consiguió?
—¡Claro que sí! Acerté un pleno. Por poco no aparecí en los noticiarios. Supieron hasta en la Municipalidad. También se enteraron el diarero, la verdulera, los repartidores de gas, la gente del Manpower...
—Vaya acontecimiento...
—Y es que nadie se atrevió, Toribio. Ninguno de los varones: ni los famosos por sus bravatas, mucho menos los cobardes; ni los que ganan mucho dinero ni los que ganan poco; ni los trabajólicos ni los sacadores de vuelta... ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Sólo yo!
—A juzgar por su entusiasmo se trató de una experiencia intensa, sospecho que hasta agradable...
—Honestamente, vaya que sí fue intensa. Pero estuvo lejos de ser agradable.
—¿Qué sintió?
—Un atado de nervios que a duras penas mantuve a raya por los muchos ojos al otro lado del vidrio de la puerta: de los dueños de la firma, de mis compañeros, de mis enemigos y de ella... ¡Los de Ella!
—Mmmhhh, eso suena interesante. Siga por favor con los detalles. ¿Cómo ocurrió todo?
—Imagínese, Toribio, el animal y yo solos, encerrados en un cuartucho repleto de papeles, informes y coimas. El animal y yo. ¡Nadie más!
—¿Sintió miedo?
—Esa fue otra de las sensaciones que procuré no exteriorizar...
—¿Lo sintió?
—Un poco. El animal, como mínimo, inspiraba respeto. Era asqueroso, repugnante...
—¡Como las palomas! Claro, es que las palomas son ratones con alas...
—¡Toribio! ¡Por favor! No me confunda. Son cosas muy distintas...
—Discúlpeme Gabriel. Le ruego continúe...
—Está bien. El astuto animal se ocultaba y reaparecía una y otra vez, haciéndome creer que se trataba de una especie de táctica o estrategia suya...
—Seguramente buscaba la ocasión para atacarle...
—Bueno, siendo justos, yo buscaba lo mismo, aunque sin tácticas o estrategias de por medio...
—¿Y?
—De repente, con mucho de casualidad y con poco de talento ¡le asesté un batazo! Los gritos venidos de afuera ensordecían...
—¿Así fue como acabó con el muy maldito? Es que Gabriel, ya estaba siendo hora que acabara con el animalito de moledera...
—Un momento, Toribio. Nada de eso. No cante victoria tan rápido. Ese fue recién el comienzo...
—¿A qué se refiere?
—Con ese impacto sólo conseguí herirlo. De modo que, sigilosamente, me acerqué para rematarlo. Pero me vio antes que yo a él y, con muy malas intenciones, saltó desde una silla directo a mi cara...
—¡Caramba! ¿Lo mordió? ¿Lo rasguñó?
—No, por suerte. La cubierta de la silla era de una mica lisa, resbaladiza, por eso no pudo adherirse y sus uñas patinaron al lanzarse. Cayó al piso y quedó a mis pies...

—¿Entonces?
—Quise darle con el bate, pero no le apunté y... ¡Escapó!
—O sea... ¡Nunca mató a uno!
—¡Calma, Toribio! Escapó momentáneamente. Después del alboroto debía terminar mi labor ¿no?
—¡Estoy intrigadísimo! ¿Cómo lo hizo?
—Al rato pude localizarlo. Se metió entre unas columnas de papel. Tras varios fallidos intentos logré darle de lleno. ¡Hasta que vino lo terrible!
—¿Qué cosa?
—Tener que liquidarlo.
—Bueno Gabriel, ¿lo mató o no?
—Sí, lo hice. Claro que lo hice...
—¿Ve que no era difícil?
—Tal vez no me crea lo que le diré, Toribio... El animal, muy mal herido, parecía suplicarme que lo matara de una buena vez...
—¿Qué dice?
—Lo que oye. Y es que sangraba un rojo infernal, sus quejidos eran como de pesadilla. Sus pellejos estaban triturados... El pobre temblaba y se retorcía, como algunas de las palomas que usted acaba de matar...
—Disculpe que lo interrumpa, Gabriel... ¿Y?
—Atendí a sus súplicas y ¡¡lo reventé!!

No soy capaz de comprender cómo mi rutinario trote matinal se ve abortado de este modo. Menos soy capaz de explicar la forma en que me emboba el influjo del hosco anciano. La rabia con que comienzo a hablarle deviene a fervor y aquella burda polémica adquiere ribetes de amena charla. Ello, a pesar de la tétrica decoración: varias palomas, prontas a reunirse con las que han muerto hace un ya largo rato, languidecen agónicas y guturan clamando su muerte. Esta situación —como cuando hube de liquidar al guarén— me conmueve hondamente. El sudor se enfría y lo absorbe mi ropa. Reiterados temblores a modo de breves descargas eléctricas me recorren entero.

Tras arrugar la bolsa de papel vacía, Toribio se pone de pie, y, palmoteándome el hombro, dice:
—Admito que, por los ingredientes de su relato, no es lo más adecuado lo que le voy a proponer. En fin, qué le vamos a hacer, Gabriel. Lo invito a desayunar. Acaban de inaugurar un café acá al frente. ¿Dispone de tiempo?
—Si eso permite que deje de matar palomas, acepto. Tengo todo el tiempo del mundo...
—¿Vacaciones?
—Algo parecido. Cesante vocacional. Soy parte de los dos dígitos.
—Lo siento. Sea cual sea la fórmula, la cesantía suele ser muy dura. Aunque, como dice el refrán, "no hay mal que por bien no venga". Podría ayudarle...
—Se lo agradezco, pero quise decir que mi cesantía es voluntaria...
—Y usted podría ayudarme a mí...
—¿A matar palomas? Olvídelo. Y no intente convencerme...

Llegamos a un café-almacén que huele a presagios. Un espacio hurtado de un afiche europeo, pero enclavado en el ombligo de un estresado Santiago de Chile. Categóricos rayos solares exploran sus anchos y altos vitrales. Media docena de mesas con periódicos y revistas encima; vitrinas repletas de conservas, embutidos, quesos y aceites; en un rincón, cajones atiborrados de frutas y verduras y un canasto con panes de volúmenes y formas diversas; sacos y vasijas con legumbres, aliños y cereales a granel; piernas de jamón serrano, tiras de ajíes y coronas de ajo colgadas de un madero; anacrónicas máquinas, balanzas y accesorios y, equilibrándose en las aspas de un ventilador colgante, una pareja de roedores que juguetea animada, conforman su decorado.
Refugiados en el sosiego del recinto y en el perfume de su cafetal remojado e inmersos en la hospitalidad de cada sorbo, alargamos lo indecible el desayuno. Pitando impulsivos una cajetilla de cigarros, hurgamos polémicas en las bocanadas de humo. ¡Apuñalamos la filosofía!
Un detalle me dejaba en el tintero. (Como una fina ironía, las baldosas en blanco y negro del local parodian un tablero de ajedrez...)

—Le insisto, Gabriel: las malolientes palomas parecen verdaderos ratones...
—El vil hombre se jacta de humano y no lo es...
—¡Seguiré matándolas! ¡A paloma muerta, hombre puesto!
—A propósito, Toribio: ¿ha conseguido algo con todo eso?
—En realidad, ¡no mucho!
—¿Sabe? ¡Deberíamos someternos a los designios de nuestra naturaleza!
—¿De qué manera?
—Fácil. Siga matando palomas. Como hasta hoy: libre de sanciones, de reproches, de arrepentimiento. Gaste su tiempo con la opción de salvar al inocente, al desvalido, al ser supremo...
—Gabriel, me asusta. Y usted, ¿qué hará?
—¡Mataré hombres! ¡Seguiré matando hombres! Claro que sin envenenarlos, ni apalearlos, ni...
—No capto. ¿Cómo?
—Cuidando de no morir a las palomas. Si su teoría es cierta, mientras más palomas salve de morir, más hombres morirán. Salvaré tantas palomas que el hombre se extinguirá. ¡Libraré a la tierra de toda maldad! ¡La libraré de su verdadera plaga!
—Habla como un Mesías. ¡Como si fuera el dueño del mundo! ¡Y es apenas un hombre! Dígame Gabriel, ¿Cómo lo hará? Ya sé que tiene mucho tiempo, pero... ¿No piensa volver a trabajar? ¿Seducir mujeres? ¿Posar los ojos del mundo sobre usted...? No quiero desalentarlo. Llevo años en esto. Esta es la primera vez que alguien me increpa. Le llevo una gran ventaja. Nadie me detendrá...

—¿Que cómo lo haré? Sencillo: seguiré mis hábitos. Aunque correré más temprano. Averiguaré dónde vive usted y, antes que llegue al parque, lo invitaré a desayunar. Y después lo interrogaré. Haré que me confiese todo. Toribio, ¿comprende que de ese modo tendrá menos opciones de llevar a cabo sus fechorías?
—Me toma desprevenido. ¡No sé qué decirle!
—Sólo calle y confié en mí.
—¿Me ha descubierto?
—Da igual, mi buen amigo.
—¡No! No me ha descubierto. Su filosofía es muy básica. ¡Demuéstremelo! ¡Vamos, anímese! Aun queda mucho café por tomar.
—Está bien. Si usted así lo quiere, le daré en el gusto. Para empezar: ¿una mujer, verdad?

Una tos porfiada y seca enciende y empapa su rostro. Devastado, lo cubre con un pañuelo. Un cadavérico temblor de manos empuja una lacónica aprehensión:
—¡Está loco!
—¡Es una mujer! ¡Mata palomas por despecho! ¿Verdad? ¡Asúmalo!
—¿Por qué lo dice? ¿Quién es usted Gabriel?
—Toribio: anímese usted. Lo escucho...

Con los ojos llorosos y sin decir palabra alguna, el anciano escribe y escribe en servilletas su arcana y venial historia: »Un mal día y sin previo aviso mi esposa me deja. (Luego de haberla amado profunda e incondicionalmente y de brindarle mis mejores años...) La busco en la ciudad y en la periferia, en los pueblos más cercanos y en los de más allá; la busco en las playas atestadas y en las solitarias y en las filosas noches portuarias; la busco bordeando las carreteras y en viñedos y patatales alejados del ruido; la busco desde los valles templados hasta las mesetas de los hielos eternos, batiéndome a duelo con la cordillera; la busco en la inmensidad de la Patagonia, en un laberinto de islotes; la busco en iglesias y ferias; la busco remontando la cordillera hasta caer en siderales playas de arenas blancas y en abandonadas oficinas salitreras. La busco, cual guevarista insigne, barriendo la América libre, temblando y sudando sierras, desiertos, trópicos y selvas; la busco congregando canales e istmos, navegando la espesura del Caribe. Pasados los años, ya fatigado, la busco en suelo azteca; ya viejo, la busco acorralando el norte más helado. Y pasados los años que ya no contaba, abnegado, la busco, la sueño y la persigo, cruzando un charco que me vomita en una playa cualquiera del Viejo Mundo... Hasta que por fin, una tarde de un aciago crepúsculo otoñal, en la parisina inmensidad de los Campos Elíseos, la encuentro. La encuentro junto a él. Los encuentro besándose perdularios y feroces. Los encuentro rodeados por un insaciable racimo de palomas que, febriles y eróticas, picotean en la infinidad de unos mendrugos de pan que...«

—Ni un millón de palomas muertas se la devolverán. ¡No se engañe, Toribio! ¡Y olvide ese discurso seudo científico! Como usted, como Ella, como yo, las palomas tienen un rol que cumplir...
—Mmmhhh... Tal vez tenga razón Gabriel. ¿Y lo suyo? Continuemos con su historia, que la mía es demasiado amarga. ¿Qué ocurrió con Ella el día que mató al guarén? ¿La conquistó? ¡No me diga que por eso quiere que el hombre se extinga!
—¡Creí haberla conquistado! Desde aquel día, adujo manidas excusas para acercarse a mí. Me hice su confidente. Incluso me invitó a su departamento —vivía sola—. ¡Me pidió matar un ratón que la acechaba!
—Me imagino que fue a su departamento...
—Por supuesto que fui...
—¿Y?
—Lógico. ¡Dormía con otro! Y más: la muy pérfida me dijo desde el otro lado de la puerta que aguardara. Que ya terminaban. Que enseguida veríamos lo del ratón...
—Vaya mujer...
—Un compañero suyo ¿no?
—Como debía ser. ¿No le parece?
—¿De los que ganan más o menos? ¿De los bravucones o cobardes? ¿De los trabajólicos o sacadores de vuelta?
—De los que ganan muchísimo más, bravucón como pocos y eterno sacador de vuelta...
—Gabriel. ¿Por qué lo despidieron?
—Por no ser como ese tipo. ¡Supongo!
—¿Cuántos ratones ha matado? Me ha dicho que...
—¡Uno! ¡Sólo uno! Lo que ya le conté.
—Ahora comprendo. ¡Era su jefa! Lo despidió por no haber matado al ratón... ¿Verdad?
—Así no más fue Toribio. Al menos, técnicamente, esa fue la razón objetiva que me expuso. La razón subjetiva sigo sin conocerla...
—¡Qué malditas! ¡No nos merecen! Pero no se preocupe, Gabriel. Quiero proponerle otra cosa. Más bien ofrecérsela. ¿Sabe? Esperaba este día. ¡Lo esperaba a usted! ¡No mataré más palomas! Desearía que por su parte olvide lo de extinguir al hombre y lo de las plagas. Dispongo de cuantiosos ahorros y pretendo iniciar una empresa...
—No me diga. ¿De qué tipo?
 —Conversémoslo en detalle más tarde. Tome, tenga mi número, llámeme apenas pueda. ¡Y ahora vámonos! ¡Antes que agarre un resfrío de los grandes!

Tras las señas de rigor a la mesera, dejamos el café. El Sol ya está en lo más alto de su otoñal elipse. El frío en mi cuerpo se impone. Toribio sonríe, se frota las manos. Es mediodía. El tráfago amarillento de los buses y la urgencia de los autos marchitando el asfalto imponen vociferar para poder escucharnos. Hambrientas palomas picotean los adoquines y revolotean, desaprensivas, sobre nuestras cabezas. Esta vez, el anciano —cabriolas de la vida mediante—
las mira casi con ternura.

—Me sorprende, Toribio. No sé qué pensar. Por favor, adelánteme qué maquina...

—Ya le dije. Lo hablaremos después. Mientras, confórmese con saber que usted será la piedra angular de mi futura empresa. Gabriel, usted posee exactamente el perfil que buscaba...
—¿Perfil? ¿De qué perfil me habla? ¡No me joda ni me tome el pelo! ¡Últimamente han proliferado mis decepciones!
—Vamos Gabriel. Ahora que lo he encontrado, no sea usted quien me decepcione...
—Pero Toribio, ¿por qué yo?
—Simple. ¡Buscaba un ser humano consciente de sus limitaciones y orgulloso de tenerlas!


FIN

( Claudio Olivos - Otoño de 2002 - Santiago de Chile )

jueves, 11 de septiembre de 2008


"Sesgada aclaración referida a aquello llamado: El Once de Septiembre.... El 11-S.... (o como usted prefiera llamarle)"

Recuerdo cuando en plena dictadura, los fanchotes del innombrable nos forzaban a rememorar la tan infausta fecha con un tufillo de fiesta que salpicaba de rojo los calendarios. Se trataba, según su peculiar visión de las cosas, de la necesidad de echarnos a las calles y abrazarnos a los milicos tiznados, los mismos que nos tenían con el recreo cortado. Por cabriolas de la vida, durante años que se plagiaron febrilmente, puñados y puñados de chilenos ofendidos nos echábamos a las calles, convencidos que para eso de los abrazos faltaban más de 3 meses y que septiembre once era sinónimo de piedras orbitando furiosas, de bombas molotov en el hocico del zorrillo y de barricadas apuntaladas con varios neumáticos, mucho humo y bastante ingenio. Esa era nuestra particular forma de sumarnos a la fiesta. Ciertamente éramos unos aguafiestas. Unos hijosdelagranputa. Malagradecidos. Desmemoriados. Ociosos. Malaconsejados. Un trozo del lumpen en clave política. Unos vendepatria....
Me van a perdonar que discrepe: para no ahondar demasiado, diré qué éramos en realidad. Éramos simplemente: "La peor versión del sumiso...."

Desde acá, la memoria sigue su trabajo. Silenciosa pero cumplidora. Y huele a parte de lo descrito. A humo. A lucha. A funeral. A matanza....

Ya entrado el nuevo siglo y guiados por ese gran gurú de la política (o intrusismo) internacional, llamado Kissinger, el yanquee tuvo la genial idea de maquinar un plan igual de patético que siniestro. Montó su circo apoyado por el encomiable recurso de la televisión empachada de tecnología de punta y nos dejó boquiabiertos. Y se cargó esos 2 íconos del horterismo y la opulencia. Y para despistar quiso hacernos creer que lo del pentágono (así, con minúsculas) era más de lo mismo. Y se cargó miles de vidas. Conejillos de india. Héroes y víctimas de la demencia venida desde la estepa afgana, según el parte de los teletipos más urgentes. Víctimas, creo yo, así, a secas, de una industria armamentista en horas muy bajas.


Y pretendió cargarse del colectivo de todas las memorias nuestro Once. El Once de un Salvador Allende adscrito al honor, a la decencia, a la dignidad y a la coherencia. El Once de los chilenos. Ese Once del cual, los miembros del ejército libertador, quisieron nos sintiéramos orgullosos, sobornándonos con un día de vergonzosa fiesta elevado a la 17 potencia de la indecencia.
Son los adalides del orden supremo, aquellos que in situ le lamieron la polla a Kissinger (helo aquí, otra vez, el inefable) y quienes repugnantemente les sobreviven, los únicos que agradecen esa jugarreta del destino.... Y es que gracias a esa jugarreta, buena parte de la gran masa y sus dedos acusadores, ya no apuntan hacia Chile, sino que apuntan hacia un lugar llamado zona cero, hacia un lugar mucho más al norte, un lugar en el que llevan siete años montando una carpa que hospedará la ignominia del padre de todos los circos.


Y digo que pretendió. Sólo quedó en eso, pues no consiguió un pleno. Ciertas memorias son más listas que el hambre. No atienden desmanes. Carecen de etiquetas y vales de descuento. A ellas no se le aplican las rebajas ni se les cotiza en bolsa.
No son todas las memorias, lo sé. Pero sí son muchas. Y mientras una de ellas perviva.... ¡Echaros a temblar manipuladores de la historia!

Cada cosa quedará en su sitio. En el sitio que cada uno de nosotros la ponga....
O dicho de otro modo: en el sitio en que, con ese admirable buen gusto y amplio criterio que le caracteriza, tenga a bien ponerla.... nuestra memoria.




( Claudio Olivos - Septiembre 11 de 2008 - Madrid )


Nota: Gracias a una maravillosa mujer (carezco de su permiso para publicar su nombre) he tenido oportunidad de reconectar con mis orígenes. Ayer, ella, con esa sonrisa inigualable que le inunda el rostro, y de manera muy sutil, me ha empujado a hablarle de Chile. Y he vuelto a hablar de mi país -después de mucho- tiempo con toda la pasión que el cloacal hálito de esta funesta fecha convoca y propicia....

" Despertares "


".... Despiértate, niño.... Despierta".


(Una frase célebre -acaso la única- de mi escasa y remota madre).

Parafraseando a los Green Day, hubiese querido ser despertado cuando acabase septiembre.... Pero ocurre que:



( Claudio Olivos - Septiembre 11 de 2008, Templo de Debod, Madrid )



jueves, 7 de agosto de 2008


" Fantasía " (Sueño V)

( De: " Sueños " )

Cuando un irracional huracán de besos tuyos
hizo contacto con la superficie de mi paz,
desguazó los frágiles cimientos de mi zulo
obsoleto, lo redujo a desértico arenal.

Un racimo de noches se hinchó de lunas llenas.
Libre, el toro ignoró el rojo de los semáforos.
El comercio exigió risas en vez de monedas.
Del mundo huyó la miseria: extinguió a filántropos.

Cuando la húmeda batahola de tus susurros
recorrió mi cuerpo como tibia mota de algodón;
enmudeció el burdo cántico de mis conjuros,
se detuvo la crónica absurda de mi reloj.

Las horas empacaron su proverbial malicia.
El cambio climático exilió al fuego del infierno.
Un forzudo Sansón cortó su pelo a Dalila.
Enanos y duendes crecieron de contentos.

Cuando todo acabó y descorrí las cortinas,
te inmortalicé en el follaje de mi cuaderno....


( Claudio Olivos - Agosto 13 de 2006 - Parque del Retiro, Madrid )

miércoles, 6 de agosto de 2008


" La Condición Humana "

Antropología de epopeyas baratas

Ciencia de tratados sin principios

Luciérnaga con bombillas prestadas

Vuelo preñado de bombas de racimo

Religión gestora de pederastas

Apocalipsis doctorado en abismos

Homo Sapiens caminando a gatas

O la más grave ofensa para los simios....

( Claudio Olivos - Agosto 5 de 2008 - La Latina, Madrid )

Nota: Para lo bueno (que lo hay) y para lo malo (que abunda).... es lo que somos.

martes, 5 de agosto de 2008


" Pasos Rojos " ( Sueño IV )

( De: " Sueños " )

(A todas las víctimas de la tortura. A todos quienes sufrieron la más miserable manifestación de la condición humana....)

Lleva la mirada fija en el horizonte. El tranco resuelto de su maquinaria de fibra y huesos ignora los hirvientes rayos con que el Sol, encumbrado en su bóveda luciferina, anestesia el salino páramo.
Restan casi once kilómetros para que concluya el Maratón de la Libertad organizado por la DIGEDER (Dirección General de Deportes y Recreación). De no mediar algo extraordinario, una cinta tricolor besará su pecho cuando cruce la meta antes de quienes le anteceden.
—Corre, corre... No te quedís en el pelotón... Comunista de mierda... —le grito enérgico, a bordo del jeep que se me ha asignado. (No obstante mi bajo grado militar, la afición por el atletismo me permitió ser comisario de ruta).
Una persistente campaña comunicadora estableció como irrefutables las razones expuestas por las autoridades para trasladar el certamen a esta apartada localidad de la Segunda Región. Dicha campaña adhirió al lema »El deporte une a las regiones de Chile«, omitiendo las adversas condiciones climáticas y geográficas imperantes.
Buena parte del recorrido transcurre alejado de todo indicio de brisa y sombra. (Tan sólo la partida y llegada limitan con el borde costero). Sus 42 kilómetros y fracción de quemante asfalto se internan y escapan del desierto más árido del planeta. Aquella bifurcación de la Carretera Panamericana trepa en los aposentos del purgatorio. La fecha y el horario de la prueba —fines de enero de 1974, mediodía— es una cita con el regente del martirio.
Por una parte, el auspicio de El Mercurio y del Banco de A. Edwards —ambos miembros de un consorcio económico incondicional a la Dictadura— y por otra, el patrocinio del Canal 7, del Ministerio de Defensa y de la DINACOS (División Nacional de Comunicación Social) —voceros oficiales del gobierno de facto— solventan y cubren con holgura los gastos y pormenores de la corrida que congrega a los más selectos fondistas continentales.
Procurando no despertar sospechas, mantengo cierta distancia de él.

Hemos urdido un plan que me impone insultarlo aparatosamente, tal lo hará el resto de la milicia....
—Sin contemplaciones, Mi Camarada... —le dije sonriendo, mientras conversábamos en la ineluctable penumbra de aquel abandonado socavón salitrero, escenario de nuestro último encuentro, minutos antes de la carrera.

—Todo sea por la causa... —me respondió, entregándome una cassette—. Mi testimonio hecho relato, matizado con canciones de Víctor Jara...
Implacable y rotundo, el Sol dispara cascadas de fuego sobre el resquebrajado alquitrán de la carretera, dibujando un oasis de sádicos espejismos. La sequedad del aire es una cápsula quieta de pavor, que captura el achurrascado rumor de los corazones desprendiéndose de esos pechos jadeantes de los corredores...
A ratos cubre su nariz del repulsivo miasma que domina el ámbito: en el cercano puerto, descomunales factorías marítimas pulverizan toneladas de peces. Sin embargo, su tren de carrera permanece imperturbable. El vigor de sus pies descalzos no tropieza con su olfato.
—Sostenga el ritmo hombre —vocifera a través de un megáfono el Coronel Larrondo. Paquidérmico, rubicundo, sentado a la sombra de una carpa de campaña transpira profusamente, atareado con el voluminoso sandwish que desaforado muerde—. Con la gloria del Ejército de Chile no se juega...
He logrado mantenerme a pocos metros de él. Mis sentidos se rebelan, se revuelven. Un agresivo picor azuza el portón de mi garganta y humedece la órbita de mis ojos con un extraño ardor.
Ataviadas por la tortura y el espanto, aviesas lágrimas trepan las murallas de Mi Camarada y se instalan en los faldeos de la impotencia cuando su altiva voz brota desde la cassettera de mi vehículo....
»Un lapidario toque de queda constituía la delgada línea entre la vida y la muerte de los reaccionarios...
Aquella gélida noche de septiembre sesionó clandestinamente la Junta de Resistencia Armada, a cargo del Comité Central del Partido. Lo hizo burlando los dictámenes represores que sancionaban el asociarse y reunirse en público. Aún no se acallaba el murmullo de Mis Camaradas concluido el incendiario discurso que pronuncié, cuando de manera intempestiva el recinto —ubicado en las añosas dependencias de F.F.C.C., en la Calle Exposición— sucumbió a la traición. Una deleznable llamada alertó a las cuadrillas militares que irrumpieron con su equipaje de odio y barbarie:
—Párate y camina Guevarista conch'e tu madre... —le grita al oído con el rifle en ristre un conscripto a Lautaro Cárdenas, Secretario del Partido. El Camarada, tras recibir una andanada de culatazos y puntapiés, bordeando la asfixia traga sangre, arrodillado, apoyándose contra las ligustrinas que dan a la calle.
—Al camión, al camión, humanoide hija de la gran puta... —insulta, histérico, un miembro del piquete a Nidia Laso, Presidenta de los Exonerados Políticos de F.F.C.C., quien, aferrada de pies y manos a los tablones de la gradería, se resiste a ser trasladada, nadie sabe dónde.
—¿Y qué mirái tan desafiante chascón indecente? —increpa un tiznado recluta a Roberto Santana, caudillo estudiantil de la Universidad Técnica—. Después, hunde su bototo en el estómago del joven dirigente y le dice:
—¡Toma... pa' que 'scarmentís!
—Este huevón es mío... —ordena a un soldado el Capitán a cargo del operativo. Cual si fuera una pieza de gimnasio, me toma del pelo y me lleva en vilo hasta la calle.
Los ojos desorbitados y enrojecidos, los espumarajos bucales de los uniformados, me hacen temer lo peor.
—Mi especialidad son los Comunistas... Mi especialidad son los Comunistas... —repite vesánicamente el avezado militar, ahora apuntándome en la frente con un arma automática. Su vozarrón ordena me engrillen.
—Aunque se ensañen conmigo. Ni medio quejido, ni media palabra —me juramento al subir a la patrulla.
La noche transcurrió premonitoriamente aciaga. Dolorosas imágenes se agolparon, quedándose para siempre en mi retina, interminables, reiterativas: ultrajadas mujeres de mirar perdido, llorosas preguntan por sus hombres e hijos; otras, padecen súbitas contracciones de golpes alevosos, ceñidas al umbilical nudo de una matriz en ciernes; penosos ancianos arrastrándose, anfibios dolientes, resignados al ocaso truculento y despiadado; adolescentes lúgubres, telúricos, crepitan pánicos ancestrales, caminan lacerados; cesantes empedernidos sudan impagos una jornada plena de llagas; exonerados baldíos hospedan peñascos y maleza en la abastasia de sus desmayos; estudiantes capciosamente reprobados, susurran asignaturas pendientes en sus abolidos cuadernos; pobladores anónimos hacinan la estadística y solidarizan con el obrero, el peón, el profesor, el panadero... Todos depredados al unísono por el abominable zarpazo terrorista del nuevo estado.
—¿Alguno entre los presentes memorizó el discurso del Doctorcito? —pregona entre la cuadrilla un locuaz conscripto—. ¡Ese que pronunció antes que le voláramos la raja!
Confabuladas con el degüello de un pueblo oprimido, la luna y las estrellas se exiliaron, durmiendo su precaria siesta de septiembre ocultas en la azotea del espanto.
Es posible que la memoria y la tinta de los historiadores hagan otro tanto...«
Una cruel amenaza altera la sincronía de su incólume ritmo:
—Si no ganái Comunista maldito, a la noche me la culeo —lo conmina el Teniente Magaña, quien, al pasar por nuestro lado, exhibe una fotografía de su hermana menor, también presa. Mientras se aleja a bordo de un jeep descapotado, enrosca y lame la punta de su prominente bigote cano.
»...Nos mantuvieron desde la medianoche hasta el crepúsculo, a la intemperie, en un inmenso patio. Una delgada película de escarcha cubría el carcomido cemento de la explanada, hurgaba en el vaho que expulsaban nuestras bocas, en los recovecos de nuestras temperaturas. Rasguñaba y torcía entrañas ováricas, elevaba nuestros testículos hasta las amígdalas. Los negligentes punteros del reloj se mofaban de nuestro multitudinario tintinear de dientes; las hematomas y cicatrices, sumidas en un forzado cerrojo zumbaban, escocían; las amplias despensas de la imaginación se impregnaban de pólvora y se estremecían con cada tronar en los subterráneos. Un austero vientecillo se colaba a través de los ventanales rotos de un galpón contiguo, trayendo consigo el hedor que emanaban las fecas y orines estancados en las centenarias alcantarillas de los baños dispuestos para los detenidos.
Eso no fue todo: brutales interrogatorios, masivas golpizas inauguraron el nuevo día. Varios se doblaron, pero, adscritos a un mudo coraje, resistieron. Por desgracia, otros, dignos y pertinaces, ante nuestros atónitos ojos, fueron groseramente ejecutados. En mi caso, una despiadada rotativa de callejones oscuros —dos hileras de reclutas te propinan escupitajos, zamarreos, puñetazos y patadas— y una sesión de eléctricos interrogatorios, bastaron para que mi cuerpo se convirtiera en gelatinoso vaivén y los residuos de mi artesanal vestimenta en fúnebres harapos...«
La compacta caravana pedestre, cual alegoría Bolivariana, se desliza con matices y bemoles libertarios. Desde la partida, Mi Camarada encabeza el nutrido y relegado pelotón. Su don de estratega reposa en la extravagancia de su trote descalzo. No le preocupa que un reducido grupo de atletas —todos extranjeros— puntee el circuito. Ello, a pesar de los dos kilómetros que los separa. Eximio conocedor del agreste clima —luego de cuatro meses de reclusión en el desértico centro de torturas— vaticina en voz alta, casi recitando, lo que les depara:
—No sólo chilenos matan estos fascistas, también a otros hermanos latinoamericanos...
»...A mediodía nos trasladaron a otro sitio. Durante la tarde una nueva mudanza. Al entrar la noche un cadalso distinto, tal si se tratara de animales rumbo al matadero: identificados con una cifra, grilletes en ambos tobillos, vendados, inciertos, borboteando adrenalina. Durante semanas se sucedieron los trasvasijes. El último de ellos —que pareció eterno— tuvo como destino final el puerto de Pisagua.
Llegar allí fue llegar a la antesala del infierno. La obstinación hacia mí entre los militares de todo rango se tornó enfermiza, cimentada en un irracional compendio de amedrentamientos:
—Quince voltios más y este huevón se caga hablando...
—Otro submarino y nos da hasta la dirección de la abuelita...
Hurgaron en la maraña subversiva, en las chapas de cabecillas, en neurálgicos puntos de encuentro, en contenidos del programa de choque, en sigilosos paraderos de armamento. Los interrogatorios se sucedieron inmisericordes, afanosos por trizar férreos eslabones, por manchar sólidos principios. Nada consiguieron. Mi temple cobijaba un mordido silencio.
La resistencia que ofrecí en aquellas sesiones de ablandamiento —al parecer sin precedentes— me hizo digno de la admiración de prisioneros venidos de todo Chile...«
—Corre Comunista de mierda... Corre Marxista culia'o... —coreo junto a un puñado de soldados apostados bajo unos toldos.
Me mira de reojo. Apenas sonríe. Por momentos, pienso que nuestro plan es demasiado siniestro. Su relato le enrostra un cruento flash back. Las circunstancias que de manera dolorosa lo convirtieron en el crédito de los fondistas del Ejército de Chile lo hacen flaquear por un breve lapso. Sin embargo, los constantes improperios recibidos —incluidos los míos— acicatean el prontuario de sus zancadas y retoma su demoledor tranco.
»...De madrugada me visitaban las comitivas torturadoras. Y siempre me hallaban hecho un estropajo. Encapuchado me conducían hacia la desolada e irascible playa. Allí, cual espectáculo romano, me echaban a correr, desnudo y descalzo. De ese modo debía jugarme el pellejo en la arena, orillando el reventar de las olas.
—¡Corre Comunista y la puta que te parió! —me insultaban. Era la campanada con que mi instinto despertaba. Célere, debía huir del podrido ingenio de los conscriptos. Pasados tres minutos de clemencia, mis verdugos largaban una docena de pastores alemanes. Despavoridos y extasiados, iban por mí, husmeando las huellas de mi jadeante latir. A través de este insólito ejercicio —la contraperroj, según la jerga uniformada— me vi forzado a transformarme en un mítico maratonista. Hoy mi organismo es capaz de soportar las más severas inclemencias climáticas. Mis menudas piernas adquirieron la fortaleza del guerrero araucano; la base de mis 58 kilos es pura fibra; desarrollé una formidable caja torácica; manejo los ritmos de carrera a mi antojo y poseo el instinto para elegirlos según la ocasión. En mi meteórica trayectoria me mantengo invicto, vistiendo los colores del glorioso Ejército de Chile. Y todo ello corriendo a pata pelá...«
—Oiga, si gana la carrera cómprese unas zapatillas —le grita ingenuamente un lugareño.
»...Pero no fue gratis ni sencillo llegar a eso. Durante un par de semanas hube de soportar estoicamente los tarascos y arañazos de los perros. Dolorosas curaciones y pequeñas cirugías se convirtieron en algo cotidiano. Luego de un tiempo y amparado en la terquedad logré domesticarlos. Fue sólo a partir de entonces cuando comencé a pulir mi naciente estirpe atlética. Estirpe entrenada a lo largo de kilómetros de paraje marino. Ello gracias a que algunos de mis captores vieron con buenos ojos mis dotes y me concedieron ciertas libertades. Lejos de mis bestiales centinelas y escoltado por aquellos lazarillos, me entregué hasta con cierto entusiasmo a ese entrenamiento. Esas postales nocturnas transcurrieron rutilantes, testificadas por el ir y venir de las olas y, en ocasiones, con una majestuosa luna llena alumbrando la esfinge de mi piadosa estrella...«
La crudeza del relato me quiebra. Omitiendo los riesgos subo el volumen de la cassetera y en una imprudente maniobra logro ubicarme a su lado. Los estertores del aparato monopolizan el ámbito y su trote.
—Y cuando crucís la meta levanta tu mano derecha —le espeta a lo lejos un dúo de cenceños y paliduchos Generales.
Restan cinco kilómetros. Se ha despegado del pelotón. Las otrora lejanas siluetas de los corredores extranjeros se rinden a la hostilidad del clima. Abúlicas, casi no se despegan del lacerante asfalto. Mi Camarada va, cabal y arbitrario, por el liderazgo de la prueba. Tal cual lo hemos planificado, es el turno de atacar.
Las circunspectas congratulaciones, la cima del podio, el bruñir de los flashes y el marcial galardón de una victoria que se le antoja vergonzosa, irremediables se aproximan.
Emotivas imágenes concurren a visitar el albergue de su memoria. Solitarios, tarareamos un estribillo que deambula entre los pormenores de su vía crucis:
Córrele, córrele, córrela, por aquí por aquí por allá... Córrele, córrele, córrela, córrele que te van a matar...
»...Despuntando aquella brumosa alborada, las patrullas me hallaron sobre la húmeda arena, bocabajo, dormido, con el pulso débil y una avanzada hipotermia. Había corrido la friolera de ciento diez kilómetros, novecientos diecinueve metros y setenta y tres centímetros.
Un atónito militar, tras las mediciones de rigor, comentó, mientras me cacheteaba nerviosamente:
—Y en no más de cinco horas y media... ¡el muy putamadre!
Los exhaustos perros improvisaron una ronda a mi alrededor. Presos de un fraternal sentimiento temperaron mi cuerpo con su pelaje, al tiempo que me lamían.
Las histriónicas órdenes de los Oficiales para que se alejaran resultaron estériles, incapaces de quebrantar esa cómplice tregua. Los pastores alemanes no cesaban en sus guturales afanes reanimantes...«
Cientos de habitantes de este remoto lugar, poco familiarizados con este tipo de acontecimientos, se mantienen tras las barreras de seguridad con sus banderitas chilenas plásticas, enarbolando un forzado orgullo como un enjambre que se desintegra apenas la constelación de atletas termina de pasar frente a ellos. Las postales de un Chile caricaturizado caen a los agujeros de la Carretera Panamericana, apuñalando el vientre del endémico desierto.
Emulando su trote de alianza canina sobre el nocturno litoral, enfrenta la curva que clausura el trazado.
—Sostenga el ritmo —le indico sonriendo—. Por la gloria del... Partido.
En este momento decido abandonar mi expectante posición. Acelero y me dirijo hacia los moribundos punteros del certamen.
Impotente contemplo el árido paraje que combina, de manera tétrica, misérrimas chozas con sus interminables patios y la imponente estructura del campo de concentración bajo el nefario manto de la canícula.
A partir de ahí mis remembranzas más recientes se tornan flagrantes, indemnes:
—Ponte esto debajo —le dije, mientras se vestía, ajeno a todo revuelo, en el oscuro socavón—. Te lo mereces
Su rostro, a pesar de la penumbra, resplandeció al recibir esa roja camiseta. La carestía de dentadura pareció enmendarse al sonreír como hace tanto tiempo no lo hacía.
—Gran gesto
Mi Camarada —me dijo, conteniendo el llanto. Luego, añadió:— ¿Y si corro con ella?
—Yo que tú no lo haría —le señalé—. Si te descubren, te acribillan en plena carrera...
—Lo cual me llenaría de orgullo... —me interrumpió.
—Ya lo sé... —asentí, para advertirle enseguida:— En todo caso no hace falta darles ese gusto...
Me lo quedé mirando y, después de unos segundos, manifestándole mi infinita admiración, rectifiqué:
—¡Anda y demuéstrales quiénes somos!
Nos fundimos en un emotivo y prolongado abrazo. Aún me estremecen las vibraciones de su áurea y los intrincados surcos en su llagada espalda. Al despedirnos intenté una vez más, en vano, lo de las zapatillas:
—¿Y...? —le pregunté, mostrándoselas.
—¡Ni muerto! —respondió.

Un par de horas más tarde, aquellas palabras —premonitorias y consecuentes—cobrarían plena vigencia. Debí adivinarlo. ¡Debí impedir que usara la roja camiseta! 


La gente huye despavorida. Un piquete de uniformados, cual impetuosa avalancha, se va encima de los reporteros gráficos, les requisan sus equipos, los agreden. Estupefactos, los fondistas improvisan un cúlmine homenaje, una huelga de piernas caídas. Se descalzan y lanzan sus zapatillas al mar.
Avergonzado, el Sol se cubre los ojos. Un ventarrón apocalíptico pretende cubrir de arena la épica tragedia en este desierto avaro.
Su puño izquierdo permanece cerrado, invulnerable. Duro como roca.
Iluso, procuro reanimarlo. No lo consigo. Se enfría su maquinaria de fibra y huesos. El rojo combustible borbotea desde su pecho. De sus labios resbala un frío temblor. Su voz, extinguiéndose, balbucea lisiados fonemas. Las verdes bisagras de sus retinas palidecen. No obstante, su rostro sonríe.
¡Qué ganas de sacarme este antifaz! ¡Qué ganas de gritar a los cuatro vientos la repulsión de vestir este profanado uniforme!
Su ensangrentado y agónico cuerpo sobre mi regazo da cuenta del desenlace de la trama.
Miro hacia el horizonte, tropiezo con el asfalto y la coherencia de su ofrenda.
Concurren a mi memoria las reñidas imágenes de los cincuenta metros finales del Maratón:
La algarabía es total. Los militares se congratulan palmoteándose, incluso se besan ante la inminencia del triunfo.
Pletórico de coraje y rebeldía, MI CAMARADA se desgarra la camiseta verdecaqui y corre, ya sin escudo ni vergüenza, orgulloso hacia la meta. Lo veo romper la cinta tricolor, cruzándola, casi cayendo. Veo el humeante agujero en su camiseta roja, justo en el puño del martillo. La hoz ha quedado intacta....


Capturo su postrero latido cuando vuelvo a mirarlo. Traduzco su escalofriante balbuceo al leer en sus temblorosos labios el ensordecedor aullido de una docena de perros lamiendo en el asfalto el descalzo vestigio de sus pasos rojos...


FIN



Nota: Yo, tuve la fortuna de soñar lo que he contado. Centenares de miles, en cambio, lo vivieron, lo padecieron....

( Claudio Olivos - Septiembre de 2002 - Barrio Lastarria, Santiago de Chile )