martes, 5 de agosto de 2008


" Pasos Rojos " ( Sueño IV )

( De: " Sueños " )

(A todas las víctimas de la tortura. A todos quienes sufrieron la más miserable manifestación de la condición humana....)

Lleva la mirada fija en el horizonte. El tranco resuelto de su maquinaria de fibra y huesos ignora los hirvientes rayos con que el Sol, encumbrado en su bóveda luciferina, anestesia el salino páramo.
Restan casi once kilómetros para que concluya el Maratón de la Libertad organizado por la DIGEDER (Dirección General de Deportes y Recreación). De no mediar algo extraordinario, una cinta tricolor besará su pecho cuando cruce la meta antes de quienes le anteceden.
—Corre, corre... No te quedís en el pelotón... Comunista de mierda... —le grito enérgico, a bordo del jeep que se me ha asignado. (No obstante mi bajo grado militar, la afición por el atletismo me permitió ser comisario de ruta).
Una persistente campaña comunicadora estableció como irrefutables las razones expuestas por las autoridades para trasladar el certamen a esta apartada localidad de la Segunda Región. Dicha campaña adhirió al lema »El deporte une a las regiones de Chile«, omitiendo las adversas condiciones climáticas y geográficas imperantes.
Buena parte del recorrido transcurre alejado de todo indicio de brisa y sombra. (Tan sólo la partida y llegada limitan con el borde costero). Sus 42 kilómetros y fracción de quemante asfalto se internan y escapan del desierto más árido del planeta. Aquella bifurcación de la Carretera Panamericana trepa en los aposentos del purgatorio. La fecha y el horario de la prueba —fines de enero de 1974, mediodía— es una cita con el regente del martirio.
Por una parte, el auspicio de El Mercurio y del Banco de A. Edwards —ambos miembros de un consorcio económico incondicional a la Dictadura— y por otra, el patrocinio del Canal 7, del Ministerio de Defensa y de la DINACOS (División Nacional de Comunicación Social) —voceros oficiales del gobierno de facto— solventan y cubren con holgura los gastos y pormenores de la corrida que congrega a los más selectos fondistas continentales.
Procurando no despertar sospechas, mantengo cierta distancia de él.

Hemos urdido un plan que me impone insultarlo aparatosamente, tal lo hará el resto de la milicia....
—Sin contemplaciones, Mi Camarada... —le dije sonriendo, mientras conversábamos en la ineluctable penumbra de aquel abandonado socavón salitrero, escenario de nuestro último encuentro, minutos antes de la carrera.

—Todo sea por la causa... —me respondió, entregándome una cassette—. Mi testimonio hecho relato, matizado con canciones de Víctor Jara...
Implacable y rotundo, el Sol dispara cascadas de fuego sobre el resquebrajado alquitrán de la carretera, dibujando un oasis de sádicos espejismos. La sequedad del aire es una cápsula quieta de pavor, que captura el achurrascado rumor de los corazones desprendiéndose de esos pechos jadeantes de los corredores...
A ratos cubre su nariz del repulsivo miasma que domina el ámbito: en el cercano puerto, descomunales factorías marítimas pulverizan toneladas de peces. Sin embargo, su tren de carrera permanece imperturbable. El vigor de sus pies descalzos no tropieza con su olfato.
—Sostenga el ritmo hombre —vocifera a través de un megáfono el Coronel Larrondo. Paquidérmico, rubicundo, sentado a la sombra de una carpa de campaña transpira profusamente, atareado con el voluminoso sandwish que desaforado muerde—. Con la gloria del Ejército de Chile no se juega...
He logrado mantenerme a pocos metros de él. Mis sentidos se rebelan, se revuelven. Un agresivo picor azuza el portón de mi garganta y humedece la órbita de mis ojos con un extraño ardor.
Ataviadas por la tortura y el espanto, aviesas lágrimas trepan las murallas de Mi Camarada y se instalan en los faldeos de la impotencia cuando su altiva voz brota desde la cassettera de mi vehículo....
»Un lapidario toque de queda constituía la delgada línea entre la vida y la muerte de los reaccionarios...
Aquella gélida noche de septiembre sesionó clandestinamente la Junta de Resistencia Armada, a cargo del Comité Central del Partido. Lo hizo burlando los dictámenes represores que sancionaban el asociarse y reunirse en público. Aún no se acallaba el murmullo de Mis Camaradas concluido el incendiario discurso que pronuncié, cuando de manera intempestiva el recinto —ubicado en las añosas dependencias de F.F.C.C., en la Calle Exposición— sucumbió a la traición. Una deleznable llamada alertó a las cuadrillas militares que irrumpieron con su equipaje de odio y barbarie:
—Párate y camina Guevarista conch'e tu madre... —le grita al oído con el rifle en ristre un conscripto a Lautaro Cárdenas, Secretario del Partido. El Camarada, tras recibir una andanada de culatazos y puntapiés, bordeando la asfixia traga sangre, arrodillado, apoyándose contra las ligustrinas que dan a la calle.
—Al camión, al camión, humanoide hija de la gran puta... —insulta, histérico, un miembro del piquete a Nidia Laso, Presidenta de los Exonerados Políticos de F.F.C.C., quien, aferrada de pies y manos a los tablones de la gradería, se resiste a ser trasladada, nadie sabe dónde.
—¿Y qué mirái tan desafiante chascón indecente? —increpa un tiznado recluta a Roberto Santana, caudillo estudiantil de la Universidad Técnica—. Después, hunde su bototo en el estómago del joven dirigente y le dice:
—¡Toma... pa' que 'scarmentís!
—Este huevón es mío... —ordena a un soldado el Capitán a cargo del operativo. Cual si fuera una pieza de gimnasio, me toma del pelo y me lleva en vilo hasta la calle.
Los ojos desorbitados y enrojecidos, los espumarajos bucales de los uniformados, me hacen temer lo peor.
—Mi especialidad son los Comunistas... Mi especialidad son los Comunistas... —repite vesánicamente el avezado militar, ahora apuntándome en la frente con un arma automática. Su vozarrón ordena me engrillen.
—Aunque se ensañen conmigo. Ni medio quejido, ni media palabra —me juramento al subir a la patrulla.
La noche transcurrió premonitoriamente aciaga. Dolorosas imágenes se agolparon, quedándose para siempre en mi retina, interminables, reiterativas: ultrajadas mujeres de mirar perdido, llorosas preguntan por sus hombres e hijos; otras, padecen súbitas contracciones de golpes alevosos, ceñidas al umbilical nudo de una matriz en ciernes; penosos ancianos arrastrándose, anfibios dolientes, resignados al ocaso truculento y despiadado; adolescentes lúgubres, telúricos, crepitan pánicos ancestrales, caminan lacerados; cesantes empedernidos sudan impagos una jornada plena de llagas; exonerados baldíos hospedan peñascos y maleza en la abastasia de sus desmayos; estudiantes capciosamente reprobados, susurran asignaturas pendientes en sus abolidos cuadernos; pobladores anónimos hacinan la estadística y solidarizan con el obrero, el peón, el profesor, el panadero... Todos depredados al unísono por el abominable zarpazo terrorista del nuevo estado.
—¿Alguno entre los presentes memorizó el discurso del Doctorcito? —pregona entre la cuadrilla un locuaz conscripto—. ¡Ese que pronunció antes que le voláramos la raja!
Confabuladas con el degüello de un pueblo oprimido, la luna y las estrellas se exiliaron, durmiendo su precaria siesta de septiembre ocultas en la azotea del espanto.
Es posible que la memoria y la tinta de los historiadores hagan otro tanto...«
Una cruel amenaza altera la sincronía de su incólume ritmo:
—Si no ganái Comunista maldito, a la noche me la culeo —lo conmina el Teniente Magaña, quien, al pasar por nuestro lado, exhibe una fotografía de su hermana menor, también presa. Mientras se aleja a bordo de un jeep descapotado, enrosca y lame la punta de su prominente bigote cano.
»...Nos mantuvieron desde la medianoche hasta el crepúsculo, a la intemperie, en un inmenso patio. Una delgada película de escarcha cubría el carcomido cemento de la explanada, hurgaba en el vaho que expulsaban nuestras bocas, en los recovecos de nuestras temperaturas. Rasguñaba y torcía entrañas ováricas, elevaba nuestros testículos hasta las amígdalas. Los negligentes punteros del reloj se mofaban de nuestro multitudinario tintinear de dientes; las hematomas y cicatrices, sumidas en un forzado cerrojo zumbaban, escocían; las amplias despensas de la imaginación se impregnaban de pólvora y se estremecían con cada tronar en los subterráneos. Un austero vientecillo se colaba a través de los ventanales rotos de un galpón contiguo, trayendo consigo el hedor que emanaban las fecas y orines estancados en las centenarias alcantarillas de los baños dispuestos para los detenidos.
Eso no fue todo: brutales interrogatorios, masivas golpizas inauguraron el nuevo día. Varios se doblaron, pero, adscritos a un mudo coraje, resistieron. Por desgracia, otros, dignos y pertinaces, ante nuestros atónitos ojos, fueron groseramente ejecutados. En mi caso, una despiadada rotativa de callejones oscuros —dos hileras de reclutas te propinan escupitajos, zamarreos, puñetazos y patadas— y una sesión de eléctricos interrogatorios, bastaron para que mi cuerpo se convirtiera en gelatinoso vaivén y los residuos de mi artesanal vestimenta en fúnebres harapos...«
La compacta caravana pedestre, cual alegoría Bolivariana, se desliza con matices y bemoles libertarios. Desde la partida, Mi Camarada encabeza el nutrido y relegado pelotón. Su don de estratega reposa en la extravagancia de su trote descalzo. No le preocupa que un reducido grupo de atletas —todos extranjeros— puntee el circuito. Ello, a pesar de los dos kilómetros que los separa. Eximio conocedor del agreste clima —luego de cuatro meses de reclusión en el desértico centro de torturas— vaticina en voz alta, casi recitando, lo que les depara:
—No sólo chilenos matan estos fascistas, también a otros hermanos latinoamericanos...
»...A mediodía nos trasladaron a otro sitio. Durante la tarde una nueva mudanza. Al entrar la noche un cadalso distinto, tal si se tratara de animales rumbo al matadero: identificados con una cifra, grilletes en ambos tobillos, vendados, inciertos, borboteando adrenalina. Durante semanas se sucedieron los trasvasijes. El último de ellos —que pareció eterno— tuvo como destino final el puerto de Pisagua.
Llegar allí fue llegar a la antesala del infierno. La obstinación hacia mí entre los militares de todo rango se tornó enfermiza, cimentada en un irracional compendio de amedrentamientos:
—Quince voltios más y este huevón se caga hablando...
—Otro submarino y nos da hasta la dirección de la abuelita...
Hurgaron en la maraña subversiva, en las chapas de cabecillas, en neurálgicos puntos de encuentro, en contenidos del programa de choque, en sigilosos paraderos de armamento. Los interrogatorios se sucedieron inmisericordes, afanosos por trizar férreos eslabones, por manchar sólidos principios. Nada consiguieron. Mi temple cobijaba un mordido silencio.
La resistencia que ofrecí en aquellas sesiones de ablandamiento —al parecer sin precedentes— me hizo digno de la admiración de prisioneros venidos de todo Chile...«
—Corre Comunista de mierda... Corre Marxista culia'o... —coreo junto a un puñado de soldados apostados bajo unos toldos.
Me mira de reojo. Apenas sonríe. Por momentos, pienso que nuestro plan es demasiado siniestro. Su relato le enrostra un cruento flash back. Las circunstancias que de manera dolorosa lo convirtieron en el crédito de los fondistas del Ejército de Chile lo hacen flaquear por un breve lapso. Sin embargo, los constantes improperios recibidos —incluidos los míos— acicatean el prontuario de sus zancadas y retoma su demoledor tranco.
»...De madrugada me visitaban las comitivas torturadoras. Y siempre me hallaban hecho un estropajo. Encapuchado me conducían hacia la desolada e irascible playa. Allí, cual espectáculo romano, me echaban a correr, desnudo y descalzo. De ese modo debía jugarme el pellejo en la arena, orillando el reventar de las olas.
—¡Corre Comunista y la puta que te parió! —me insultaban. Era la campanada con que mi instinto despertaba. Célere, debía huir del podrido ingenio de los conscriptos. Pasados tres minutos de clemencia, mis verdugos largaban una docena de pastores alemanes. Despavoridos y extasiados, iban por mí, husmeando las huellas de mi jadeante latir. A través de este insólito ejercicio —la contraperroj, según la jerga uniformada— me vi forzado a transformarme en un mítico maratonista. Hoy mi organismo es capaz de soportar las más severas inclemencias climáticas. Mis menudas piernas adquirieron la fortaleza del guerrero araucano; la base de mis 58 kilos es pura fibra; desarrollé una formidable caja torácica; manejo los ritmos de carrera a mi antojo y poseo el instinto para elegirlos según la ocasión. En mi meteórica trayectoria me mantengo invicto, vistiendo los colores del glorioso Ejército de Chile. Y todo ello corriendo a pata pelá...«
—Oiga, si gana la carrera cómprese unas zapatillas —le grita ingenuamente un lugareño.
»...Pero no fue gratis ni sencillo llegar a eso. Durante un par de semanas hube de soportar estoicamente los tarascos y arañazos de los perros. Dolorosas curaciones y pequeñas cirugías se convirtieron en algo cotidiano. Luego de un tiempo y amparado en la terquedad logré domesticarlos. Fue sólo a partir de entonces cuando comencé a pulir mi naciente estirpe atlética. Estirpe entrenada a lo largo de kilómetros de paraje marino. Ello gracias a que algunos de mis captores vieron con buenos ojos mis dotes y me concedieron ciertas libertades. Lejos de mis bestiales centinelas y escoltado por aquellos lazarillos, me entregué hasta con cierto entusiasmo a ese entrenamiento. Esas postales nocturnas transcurrieron rutilantes, testificadas por el ir y venir de las olas y, en ocasiones, con una majestuosa luna llena alumbrando la esfinge de mi piadosa estrella...«
La crudeza del relato me quiebra. Omitiendo los riesgos subo el volumen de la cassetera y en una imprudente maniobra logro ubicarme a su lado. Los estertores del aparato monopolizan el ámbito y su trote.
—Y cuando crucís la meta levanta tu mano derecha —le espeta a lo lejos un dúo de cenceños y paliduchos Generales.
Restan cinco kilómetros. Se ha despegado del pelotón. Las otrora lejanas siluetas de los corredores extranjeros se rinden a la hostilidad del clima. Abúlicas, casi no se despegan del lacerante asfalto. Mi Camarada va, cabal y arbitrario, por el liderazgo de la prueba. Tal cual lo hemos planificado, es el turno de atacar.
Las circunspectas congratulaciones, la cima del podio, el bruñir de los flashes y el marcial galardón de una victoria que se le antoja vergonzosa, irremediables se aproximan.
Emotivas imágenes concurren a visitar el albergue de su memoria. Solitarios, tarareamos un estribillo que deambula entre los pormenores de su vía crucis:
Córrele, córrele, córrela, por aquí por aquí por allá... Córrele, córrele, córrela, córrele que te van a matar...
»...Despuntando aquella brumosa alborada, las patrullas me hallaron sobre la húmeda arena, bocabajo, dormido, con el pulso débil y una avanzada hipotermia. Había corrido la friolera de ciento diez kilómetros, novecientos diecinueve metros y setenta y tres centímetros.
Un atónito militar, tras las mediciones de rigor, comentó, mientras me cacheteaba nerviosamente:
—Y en no más de cinco horas y media... ¡el muy putamadre!
Los exhaustos perros improvisaron una ronda a mi alrededor. Presos de un fraternal sentimiento temperaron mi cuerpo con su pelaje, al tiempo que me lamían.
Las histriónicas órdenes de los Oficiales para que se alejaran resultaron estériles, incapaces de quebrantar esa cómplice tregua. Los pastores alemanes no cesaban en sus guturales afanes reanimantes...«
Cientos de habitantes de este remoto lugar, poco familiarizados con este tipo de acontecimientos, se mantienen tras las barreras de seguridad con sus banderitas chilenas plásticas, enarbolando un forzado orgullo como un enjambre que se desintegra apenas la constelación de atletas termina de pasar frente a ellos. Las postales de un Chile caricaturizado caen a los agujeros de la Carretera Panamericana, apuñalando el vientre del endémico desierto.
Emulando su trote de alianza canina sobre el nocturno litoral, enfrenta la curva que clausura el trazado.
—Sostenga el ritmo —le indico sonriendo—. Por la gloria del... Partido.
En este momento decido abandonar mi expectante posición. Acelero y me dirijo hacia los moribundos punteros del certamen.
Impotente contemplo el árido paraje que combina, de manera tétrica, misérrimas chozas con sus interminables patios y la imponente estructura del campo de concentración bajo el nefario manto de la canícula.
A partir de ahí mis remembranzas más recientes se tornan flagrantes, indemnes:
—Ponte esto debajo —le dije, mientras se vestía, ajeno a todo revuelo, en el oscuro socavón—. Te lo mereces
Su rostro, a pesar de la penumbra, resplandeció al recibir esa roja camiseta. La carestía de dentadura pareció enmendarse al sonreír como hace tanto tiempo no lo hacía.
—Gran gesto
Mi Camarada —me dijo, conteniendo el llanto. Luego, añadió:— ¿Y si corro con ella?
—Yo que tú no lo haría —le señalé—. Si te descubren, te acribillan en plena carrera...
—Lo cual me llenaría de orgullo... —me interrumpió.
—Ya lo sé... —asentí, para advertirle enseguida:— En todo caso no hace falta darles ese gusto...
Me lo quedé mirando y, después de unos segundos, manifestándole mi infinita admiración, rectifiqué:
—¡Anda y demuéstrales quiénes somos!
Nos fundimos en un emotivo y prolongado abrazo. Aún me estremecen las vibraciones de su áurea y los intrincados surcos en su llagada espalda. Al despedirnos intenté una vez más, en vano, lo de las zapatillas:
—¿Y...? —le pregunté, mostrándoselas.
—¡Ni muerto! —respondió.

Un par de horas más tarde, aquellas palabras —premonitorias y consecuentes—cobrarían plena vigencia. Debí adivinarlo. ¡Debí impedir que usara la roja camiseta! 


La gente huye despavorida. Un piquete de uniformados, cual impetuosa avalancha, se va encima de los reporteros gráficos, les requisan sus equipos, los agreden. Estupefactos, los fondistas improvisan un cúlmine homenaje, una huelga de piernas caídas. Se descalzan y lanzan sus zapatillas al mar.
Avergonzado, el Sol se cubre los ojos. Un ventarrón apocalíptico pretende cubrir de arena la épica tragedia en este desierto avaro.
Su puño izquierdo permanece cerrado, invulnerable. Duro como roca.
Iluso, procuro reanimarlo. No lo consigo. Se enfría su maquinaria de fibra y huesos. El rojo combustible borbotea desde su pecho. De sus labios resbala un frío temblor. Su voz, extinguiéndose, balbucea lisiados fonemas. Las verdes bisagras de sus retinas palidecen. No obstante, su rostro sonríe.
¡Qué ganas de sacarme este antifaz! ¡Qué ganas de gritar a los cuatro vientos la repulsión de vestir este profanado uniforme!
Su ensangrentado y agónico cuerpo sobre mi regazo da cuenta del desenlace de la trama.
Miro hacia el horizonte, tropiezo con el asfalto y la coherencia de su ofrenda.
Concurren a mi memoria las reñidas imágenes de los cincuenta metros finales del Maratón:
La algarabía es total. Los militares se congratulan palmoteándose, incluso se besan ante la inminencia del triunfo.
Pletórico de coraje y rebeldía, MI CAMARADA se desgarra la camiseta verdecaqui y corre, ya sin escudo ni vergüenza, orgulloso hacia la meta. Lo veo romper la cinta tricolor, cruzándola, casi cayendo. Veo el humeante agujero en su camiseta roja, justo en el puño del martillo. La hoz ha quedado intacta....


Capturo su postrero latido cuando vuelvo a mirarlo. Traduzco su escalofriante balbuceo al leer en sus temblorosos labios el ensordecedor aullido de una docena de perros lamiendo en el asfalto el descalzo vestigio de sus pasos rojos...


FIN



Nota: Yo, tuve la fortuna de soñar lo que he contado. Centenares de miles, en cambio, lo vivieron, lo padecieron....

( Claudio Olivos - Septiembre de 2002 - Barrio Lastarria, Santiago de Chile )


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