"Terapia de Reconstitución
Geográficafectiva"
(Recaída # 1)
(( Diagnóstico: leve emborrachamiento; fiebre muy alta y tos morriñosa.... ))
( Foto: Fuente principal de la Plaza de Oriente, Madrid, España - Enero 11 de 2009 )
Combinados, un invierno austral indomable; las copas de más de un vino peleón y el violento estornudo en las entrañas de la tierra, dan para muchas cosas. Incluso, para prestarle atención a un gato negro y ojeroso que se posa en la ventana de tu cuarto. Ya cuando quieres arrepentirte, es demasiado tarde. Sobre todo si ha comenzado a contarte una de sus historias. Entonces estás perdido: ya no puedes ni te apetece espantarle…
"Mientras el Audi se deslizaba por las calles de Chamberí con vocación de crucero hubo de admitir lo indesmentible. Amaba a esa ciudad con locura; la amaba como nunca antes había amado a ciudad o mujer alguna. Un llanto intempestivo, grueso y profundo vino a escena como prueba irrefutable de aquello. Los cueros y maderas del amplio habitáculo se impregnaron del miasma propio de cualquier declaración de amor tardía. Incapaz de aplicarse en la asignatura de la resignación, buscó en los bares que le salían al paso una señal de clemencia y en esas copas de antaño quiso verter la sangre de sus labios mordidos. Casi al llegar a Cea Bermúdez descubrió que ni el asfalto ni los balcones agitaban sus manos para despedirlo; y en las sucesivas esquinas no halló más que semáforos en rojo huyendo de la canícula de mediados de julio.
Cruzando el ombligo de Madrid creyó verse graduado de valiente, pues sus lágrimas se habían esfumado como hacían cada vez que le entraba urgencia por la risa. Sin embargo, una batería de imágenes proyectadas más allá de lo que sus ojos le permitían vislumbrar, le acusaron de cobarde empedernido. Lamentó no tropezar con el Parque del Retiro o con la Plaza de Santa Ana o con el Paseo de Pontones en esa ruta hacia Barajas. Hubiese querido ser abducido por alguno de esos entrañables sitios en el preciso instante en que una mancha febril y traviesa pinchaba la nuez de su garganta. Y es que no supo si alegrarse o apenarse cuando vio -reunida al pie de la glorieta por la que pasaban- a una pandilla de aspersores boquiabiertos que acababan de adivinar lo que ocultaba el portamaletas del Audi y que, de tanto acercarse para comprobarlo, habían introducido sus brazos de agua por la ventanilla, lavándole la cara.
Al cabo de unos minutos y teniendo a tiro la Terminal Aérea, no despegó los ojos de un avión que comenzaba a surcar los aires y que segundo a segundo se hacía más y más pequeño. No se dio por vencido hasta perderlo de vista por completo. Y es que nada quería saber de aviones. Luego, rió con la boca ancha y la dentadura torcida al escuchar decir a quien conducía, aquello de “esto parece un mal sueño”. Y se supo imbécil. Y lo celebró soltando una carcajada. Quiso comprobar la certidumbre de todo cuanto ocurría mirando por el espejo retrovisor. Sintió un alivio tremendo al saber que ya nadie se reía en su cara y una pena inmensa al entender que ni falta hacía que ocurriera. Sus ropas le parecieron lo suficientemente festivas como para inmortalizar aquel momento con una fotografía. Una vez hecha la foto, quiso aprobarla en la pantalla de la cámara. El luto ancestral en la imagen le hizo borrarla de inmediato. El panel electrónico del coche le estregó una vez más la fecha y él la comparó con una similar en Santiago de Chile: una noventera madrugada de 16 de julio en que unos chorizos lo desvalijaron del mismo modo que dentro de un rato lo desvalijarían las indicaciones de una azafata.
Una vez en Barajas miró en todas direcciones buscando, no la entrada, sino la salida de ese teatro de fuselajes y turbinas. Un desamparo que se hacía cada vez más espeso le saludaba en cada pasillo. Tuvo el miedo del gigante que nunca fue niño. Buscó un trozo de calma en esos brazos que instantes atrás conducían la berlina alemana y sólo halló dos torpes caminos que lo hundieron en esos pechos menudos que ya no le pertenecían. Apesadumbrado, se dirigió a la zona de esas filas de prisas y ansias, con la secreta esperanza –esta vez– de hallar la no pertenencia. Sin embargo los altavoces, fanfarrones y estridentes, lo desmintieron llevándolo a una fila que él no tardó en definir como absurda. Allí quedó ubicado: justo detrás de la prisa y delante del ansia. Muchos de quienes pasaban cerca suyo se lo quedaron mirando: unos hasta casi resbalar en su morriña; otros haciendo el paripé de que lo ignoraban. Las voces perdidas, yendo y viniendo, le escupían a la cara un reguero de recuerdos. No tuvo más alternativa que meterlos a toda prisa en su mochila y facturarlos a regañadientes.
Siendo pasadas las 10 de la noche y con casi media hora por delante para el embarque definitivo se dejó llevar hasta las bambalinas. Allí, en un solitario paraje de huinchas y básculas, no resistió a la tentación de pesarse. La báscula se negó en redondo a propiciarle el dato y, en vez de fastidiarse, se alegró para sus adentros, porque de ese modo no correría el riesgo de ser delatado. Entre sus huesos y sus carnes llevaba el peso extra de un sujetador y unas bragas. Sabía perfectamente que en esos tejidos, en esos hilos y en esos pliegues había ocultado el llanto de un cruel invierno, la entrañable brisa de La Castellana y una gastada promesa de septiembre.
En la despedida buscó una nueva promesa y le pidió a la dueña del Audi que cuidara de Madrid. Hasta su regreso. Una bocanada de aire fresco le permitió decir aquello sin demasiado esfuerzo justo en el momento en que su mochila atravesaba la huincha delatora. Y le pareció decirlo mucho antes de verse ridículamente descalzo, con sus enormes botas en la mano y queriendo leer en esos labios que lo despedían desde el otro lado, algo parecido a un “te esperamos, gato”.
Nunca pudo comprender por qué se marchaba. Ni siquiera cuando el avión despegó pudo hacerlo. Mucho menos cuando, y ya en pleno vuelo, una llamada al móvil lo reclamaba de vuelta. Nunca supo si era Madrid o aquella mujer quien lo llamaba. Hizo un postrero intento por desentrañarlo cuando decidió que su cuerpo –sólo su cuerpo- se marchase al sur, siguiendo la estela de un gran charco de agua.
Cerró los ojos, apretó los puños y lloró en silencio hasta saberse completamente vacío. Fue entonces cuando descubrió que las únicas promesas factibles de ser cumplidas son aquellas hechas a sí mismo. Cuando volvió a abrir los ojos, cuando aflojó los puños, cuando cesó su llanto, tuvo la certeza que algo –algo que debe pesar poco más de veinte gramos- había conseguido desprenderse de su cuerpo. Y tuvo plena conciencia que camuflado en ese demencial recurso había abandonado el avión. Negándose a descender a través de una de esas escaleras inflables, lo había hecho simplemente saltando al vacío.
Pasados ya muchos meses de aquel suceso y desarraigada de ese cuerpo que malvive en el otro hemisferio, su alma –hasta entonces errabunda- ha decidido quedarse para siempre en el regazo de su bienamada.
Madrid, vieja y sabia, ha perdonado su inútil intento de fuga. Y no le guarda rencor alguno.
Inseparables, gastan las horas del día comiendo manzanas, devorando adoquines, resolviendo crucigramas. Las de la noche –cuestión de la que sólo algunos privilegiados son testigos- las gastan ocultos en el ombligo de la Plaza de Oriente.
Cuentan los gatos que por allí deambulan, que desde aquella calurosa medianoche de julio, hechos muy extraños suceden sobre uno de los asientos de piedra lisa del lugar. El más “cotilla” de todos, un gato negro y de muy mal dormir, asegura que desde entonces el interminable susurro de un “te amo, te amo Madrid”, le ha hecho creer en lo inverosímil…"
El gato ya se ha ido. Justo antes de desaparecer me ha instado a buscar de nuevo el norte, a prescindir de los vinos peleones y a huir de los seísmos. Y lo ha hecho diciéndome:
"Creer en lo inverosímil es lo que me anima a difundir historias como ésta. Y es que tiempo tengo de sobra para contarlas en cualquier sitio y a cualquier hora; a todo hijo de vecino, a ti, a mis hijos y a mis nietos.
¿Sabes? Ya nadie me lo discute. Ya nadie me discute que el alma existe. Menos aún que tenemos ocho vidas los gatos...."
( Claudio Olivos - Septiembre 9 de 2010 - San Miguel, Santiago de Chile )