La Semana Santa
( Y sus Apariencias... )
Era un lluvioso atardecer de Jueves Santo. El hombre, tumbado sobre el sofá, mano sobre mano y sin apartar la mirada de aquella empañada ventana –que apenas dejaba ver lo que ocurría en la calle–, le dijo a su sexagenaria hermana:
–No perdamos la fe. Ya escampará…
En el transistor, una jovencísima voz femenina acababa de anunciar intensas lluvias durante el resto de la jornada.
–¡Por mi Macarena!, exclamó lastimosamente la mujer, llevándose las manos a la cara y dejando caer, involuntariamente, un violáceo rosario sobre la alfombra.
Minutos después, la acongojada voz de un maduro locutor hacía oficial lo deseado por nadie: “Hermanas, hermanos andaluces: como no ocurría desde 1933, La Madrugá se suspende indefectiblemente…”
La hermana del hombre, como cepillando el piso con un caminar desganado, enfiló por el pasillo y se fue a perder entre fogones y cacerolas.
El hombre se puso de pie. Con gesto decisivo y puño mediante, limpió el cristal. El Barrio de Triana, desdibujado y semi desierto, le ofreció retazos de sus casi 50 años recorriendo aquellos laberínticos espacios. Giró la cabeza y miró por el pasillo. Aguzó el oído y pudo escuchar nítidamente el sollozo de la mujer en la cocina. Entonces, una sonrisa que le resultó imposible disimular se le instaló en el rostro, a modo de malévolo arrebato. En tropel, las añoranzas y el desasosiego atravesaron el desnivel del marco de la ventana y le sacudieron el frío que gobernaba su cuerpo. Nítidas, las imágenes refulgieron: el neón y la candela, el lila y el granate, el terciopelo y la seda, las guirnaldas y el brebaje. “Las lentejuelas, las lentejuelas…”, repitió vesánico, como inmerso en un trance o preso de una ensoñación.
Miró hacia el encapotado cielo y éste le hizo un guiño en forma de descarga eléctrica. Se apuró en recoger una cazadora; comprobó el contenido de su cartera y dio una voz a su hermana avisando que no venía a cenar. Cerró la puerta y sus primeros pasos en la calle tropezaron con un gran charco. Con el doblecillo de la cazadora se cubrió hasta las orejas y se echó a correr buscando la periferia de la periferia. Tropezó con caravanas de mustios y ensimismados fieles que se dirigían al interior de los templos. Durante breves minutos se dejó arrastrar por una de esas mareas humanas. De pronto, una mano se alzó llamándolo. Ralentizó la marcha y unos brazos viriles y musculosos lo recibieron, envolviéndole la espalda el tiempo suficiente para exiliarlos de la caravana.
Solitarios, enfilaron por una ancha calle y, sabiéndose completamente empapados, echaron a correr rememorando reñidas contiendas de púberes. Atravesaron un solar en el que moría aquella calle y se perdieron tras unos muros derruidos. A tientas, fueron haciendo pie por un larguirucho pasadizo repleto de escombros. Cómplices, se cogieron de la mano para sortearlo. El corazón les latía en una imperfecta cadencia a través de la cual avizoraban el momento en que sus cuerpos pellizcarían el fugitivo placer de cada noche de jueves. Un par de metros antes de que la penumbra del pasadizo fuese engullida por la luz de las farolas de una glorieta contigua, apoyaron sus espaldas en una verja de madera. La torrencial lluvia que azotaba las techumbres parecía adscrita a emitir un ruido que se les antojaba intrascendente. Todo lo demás era silencio. Un silencio poco habitual. Un silencio que les puso nerviosos, aprehensivos. Sin despegarse apenas, avanzaron dos o tres pasos y se entre asomaron. Aquella reciente aprehensión resultó del todo premonitoria cuando el dispar taconeo de cuatro mujeres se vino hacia ellos o hacia un taxi que, providencial, surgió de la nada y las rescató del diluvio.
Incapaces de resignarse, cruzaron aquel río adoquinado y se perdieron en un infinito y memorizado zigzagueo a través de angostas callejuelas. Declararon acabada la travesía sólo cuando, exhaustos y jadeantes, se miraron a la cara y buscaron en un abrazo hambriento y descomunal todo el calor que habían ido a buscar hasta allí. De ese modo permanecieron largos minutos, guarecidos bajo un frondoso árbol ubicado justo enfrente del “Divinas”, aquel club de alterne clandestino que, paradojas mediante y, por vez primera desde 1933 en Jueves Santo, no abrió las puertas a sus fieles parroquianos, para desgracia y lamento de Pepe y Manolo, dos inseparables amigos, dos cófrades de lo pagano…
( Claudio Olivos - Abril 22 de 2011 - San Miguel, Santiago de Chile )