20-N :
"Polvos y (des) agravios de Domingo"
(( Algunas de las cabezas más
visibles del Partido Popular Español, celebrando su arrolladora
victoria en las Elecciones Generales de ayer domingo 20-N.... ))
Llevaban a la
espalda el saldo de una jornada agotadora y frustrante. Nada demasiado
distinto a lo que venían padeciendo últimamente. Ignorando el ascensor y,
escaleras mediante, subieron hasta la tercera planta. A ratos casi corriendo; a
ratos deteniéndose para prodigarse alguna carantoña. Lo hizo Teresa, por
ejemplo, en el primero de los rellanos, cuando mordió la oreja izquierda de su
compañero para susurrarle:
-¿Has sacado la cuenta del tiempo que llevamos sin hacerlo?
Vicente desató el nudo del pañuelo y atacó, como solía hacer, ese delgado cuello que de solo rozar, lo empalmaba instantáneamente. Luego, la cogió con fuerza por la cintura y se arrimó a ella como queriendo responder a esa pregunta con el mástil de su cintura. La maniobra le permitió ganar un peldaño, el exacto para disfrutar del rostro extasiado de Teresa, alumbrado por un tenue halo de luz del patio interior que se colaba por el alféizar de una ventana y que disimulaba la penumbra del pasillo.
-Demasiado –le dijo, clavándole la mirada y sonriendo con cierta malicia-. Desde esta mañana…
Besándose y subiendo a tientas las escaleras, rememoraron el desayuno de aquella otoñal mañana de domingo. Gris, gélida y desapacible mañana de noviembre. Desayuno frustrado, al fin y al cabo: con los cafés que se quedaron sin endulzar y una tostada con mermelada –la primera, la única- untada torpemente por Vicente. Y con esa tostada yéndose al piso. Y con las cabezas y brazos bajando al unísono a recogerla. Y con las miradas hambrientas colisionando. Y con los pijamas sacudidos, abandonados sobre la alfombra. Y con sus cuerpos desnudos, desfogándose en la tibieza del mullido y viejo sofá…
-Menudo comienzo de jornada, amor mío –le dijo ella a él, al tiempo que intentaba, sin éxito, introducir la llave en la ranura-. Y cómo se ha torcido todo con el paso de las horas…
-Ya ves –atinó a decir él, preocupado principalmente de aflojar los
botones de la blusa de Teresa-. Nunca llueve a gusto de todos…
Entraron al piso sin encender las luces. Vicente tardó escasos segundos en despojarla de todo aquello que cubría vientre y ombligo, pechos y pezones. Ella le quitó las ropas con su pericia habitual; retrocediendo, hasta caer, atados, sobre el mullido sofá. El frío les erizó la piel y buscaron, en el sexo del otro, el calor que los hiciese inmunes a los inoportunos temblores corporales.
Era casi medianoche.
Vicente la embistió con inusual violencia. Ella se dejó hacer sin más. Nada se dijeron, y, si bien la oscuridad era casi total, jamás se dejaron de mirar a la cara. Teresa viajó por los avatares del movimiento social del cual se hicieron parte activa desde mediados de mayo. Vicente fue mucho más allá de la pasada primavera y viajó hasta el fatídico momento en que la precariedad de la economía le obligó a dejar la Complutense dos veranos atrás. Durante minutos que transcurrieron en un silencio condimentado por el traqueteo del viejo sofá, ella echó a llorar sin quererlo. Recordó esa muchedumbre que fue creciendo en torno al “Kilómetro Cero” madrileño; se emocionó con la lectura de esas pancartas y lienzos que se le hicieron inolvidables; contrajo su cavidad de mujer cuando le pareció oír la voz de Vicente en torno a un corro de ciudadanos anónimos adscritos a uno de los tantos debates en que participaron, y se mordió los labios, y soltó un breve chillido, al ver venir las odiosas cargas policiales. Él recordó ese gris mediodía de septiembre de 2009, despidiéndose del jefe de carrera mientras apuraban un amargo café junto al ventanal del casino; y -tal como hacía Teresa en ese preciso instante- se echó a llorar al verse tumbado sobre el césped de uno de los patios de la Facultad de Derecho y ser rescatado, horas después, por la vital sonrisa de Teresa y su optimismo irreductible.
La embistió todavía con más fuerzas recordando las
pellejerías pasadas en dos años de múltiples, fugaces y mal pagados curros que
lo convirtieron en pluriempleado inobjetable e inestable a partes iguales.
Entonces, sus lágrimas se hicieron más gruesas y cuantiosas; y mojaron el
rostro de Teresa. Ella no hizo tal de esquivarlas y comenzó a beberlas. Ambos,
entregados a esa variante del sexo, parecían adivinar el motivo del llanto del
otro. Permanecieron así, inmersos en ese pacto de silencio. Un pacto de
debutantes treintañeros amándose. Teresa volvió con su memoria a la
reciente jornada dominical de elecciones; al momento en que, furiosa y coherente,
depositó su papeleta en la urna. Vicente, sin embargo, viajó al futuro
inmediato; hasta la noche del lunes 21 de noviembre y a las muchas horas que
debía echar –a razón de 5 € por cada una- bajando y subiendo materiales;
armando y desarmando proscenios en La Casa Encendida. Y se quedó en ello hasta
que eyaculó, cual explosivo en detonación, rodeando el cuerpo de Teresa con un
abrazo de quebrantahuesos. Ella lo besó tiernamente y, de paso, se hizo con la
luctuosa salinidad que inundaba el rostro de Vicente.
Al cabo de un rato, Teresa se incorporó y con un gesto característico en ella, lo invitó a sentarse a su lado. Abrió su morral y encendió un cigarrillo, el último de la caja. Dio una calada profunda y rabiosa.
-¿Los oyes? -dijo por fin, pasándole el cigarrillo a su compañero…
Vicente asintió moviendo afirmativamente la cabeza. Dio dos caladas casi consecutivas y de ambas se tragó todo el humo. Lo hizo ignorando la angustia que provocaba en Teresa ese mal hábito suyo. Miró con pesar hacia la ventana e hizo que su mano libre se perdiera en la cabellera de su compañera. Volvió a dar dos caladas. Volvió a tragarse el humo. Como la vez anterior, no hubo reprimenda.
En la calle, una estentórea caravana, a los gritos de “Mariano, Mariano….” y una sostenida traca de pullas dedicadas a “los rojos”, a Zapatero y al PSOE, constituía la carta de presentación de una tétrica etapa que no hacía más que comenzar.
Teresa se estremeció por una rara sensación interna. Algo que bajó hasta sus labios acuosos, todavía palpitantes. Se tocó con sus dedos y se olió. No tuvo dudas.
-¿Sabes? –le dijo, quitándole el cigarrillo-. Este mes tampoco seremos padres. Ya es casi un año intentándolo.
Vicente la besó en la frente. Se hizo de nuevo con el cigarrillo y dio una calada; esta vez plácida y, a diferencia de las anteriores, contundente. Retuvo el humo y aguzó el oído para escuchar con nitidez el incesante ruido venido desde la calle. Y no pudo sino proyectar plomizos fotogramas que lo espeluznaron entero. Echó la cabeza hacia atrás y, al tiempo que por el rabillo del ojo miraba ese delgado cuello que de solo rozar, lo empalmaba instantáneamente, expulsó con fuerza el humo. Acto seguido, apagó el cigarrillo.
Después, con una
maniobra elocuente, recostó a Teresa en el viejo sofá. Besó su vientre, lamió
su ombligo, besó sus pezones y la penetró delicadamente. Ella sonrió sin hacer
amago alguno por interrumpir los estragos de la sangre. Cuando Vicente rozó el
húmedo fondo, buscó el rostro, la deliciosa sonrisa de su amada compañera y le
dijo:
-Y no imaginas cómo me alegra que no lo seamos…
( Claudio Olivos -
Noviembre 21 de 2011 - San Miguel, Santiago de Chile )
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