miércoles, 1 de junio de 2011



Angela Merkel: 

( O el Arte de ver en el Pepino Ajeno, el Propio )

Ya anochecía y era mayo 15. Habiendo sido incapaz de convencerlo de tomar otros derroteros, Adolfo y yo caminábamos por La Calle de La Montera en busca de unas birras y compañía femenina, a ser posible, en plan desmadre… Entre la muchedumbre, una joven mujer de gráciles atributos encendía un cigarrillo, al tiempo que se acicalaba frente a un escaparate. “Riquísima la puta, tío…” dijo mi amigo, convencido. “Ya…”, le dije, sólo para no contrariarle. La mujer, que pareció regañarnos con la mirada, quedó tras nuestros pasos durante un instante. A poco que cruzamos la Calle de Los Jardines, sobrepasó nuestro dubitativo y cansino andar. La vimos detenerse y sentarse en un portal junto a una chica de color que lloraba amargamente. Al pasar frente a ellas, Adolfo volvió a prendarse de la mujer, embobado esta vez con un generoso escote en panorámica descendente. Nos detuvimos en el siguiente portal. Cigarrillos sin encender en nuestras bocas hicieron de socorrida excusa, torcieron los pasos de mi amigo y lo llevaron hasta ellas. La mujer, que sostenía sobre su hombro la cabeza de la chica, movió la suya en negativa y le quitó la mirada enseguida. 

Sabedor de lo obstinado que es y “cómo se las gasta Mendieta”, eché a caminar con un creciente desasosiego; un desasosiego que trepaba por mi espalda. Adolfo me dio alcance justo cuando encendía mi cigarrillo con el mechero del botones del Senator. “La he cagado, macho…” me dijo, visiblemente abochornado. “Soy un bocazas perdido…” “¿Qué ha ocurrido?”, le pregunté, con la Gran Vía en la cara y atendiendo con gastado disimulo las señas que me hacía una platinada y esbeltísima muchacha apostada a las afueras del Mc Donalds. “Nada. Que la tía intenta sacar a esa chica de la porquería. Es Trabajadora Social en una ONG, de estas que…” “Pues vaya sí que la has cagado…”, lo interrumpí, apurando una calada y cogiéndole de un brazo. Con el recurso de la imprudencia cruzamos corriendo la Gran Vía. Ya de pleno en la Calle Fuencarral le propuse gastar el saldo de ese viernes en la zona de Tribunal. “Y es igual si hoy no nos comemos un rosco”, le dije, palmoteando su espalda.

Fue algo que pude decirle sólo cuando conseguí quitar de mi cabeza la imagen de la chica de color llorando en el hombro de aquella mujer. O más aún: sólo pude decirlo cuando dejó de perturbarme la presencia de Vania, la hermana menor de Adolfo. La muchacha platinada, esbeltísima y de tarifas variables, que gasta horas de catre y otras tantas de nerviosa espera, a un costado de ese Mc Donalds, justo donde nace –o muere– La Calle de La Monteraaquel controvertido espacio madrileño en el cual, a falta de roscos, lo mismo acabas comiéndote un pepino

( Claudio Olivos - Mayo 31 de 2011 - San Miguel, Santiago de Chile )

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