sábado, 25 de junio de 2011


"Terapia de Reconstitución

Geográficafectiva"

( Recaída # 4 )


(( Diagnóstico: memoria intacta, entumecimiento general, tos de gatos y falta de higiene.... ))


El Síndrome de las Terminales Aéreas (III)


Nunca se duchaba antes de ir al aeropuerto. Más de alguna vez se había preguntado el porqué. De meras especulaciones no pasaba, aunque solía no prodigarse demasiado en procura de una respuesta satisfactoria. Aquella gélida madrugada de diciembre no fue la excepción y, al hecho de no ducharse antes de partir hacia Barajas, sumó el agravante de no lavarse la cara.

En la solitaria oscuridad de aquel taxi que lo transportaba -Carretera de Valencia mediante- rumbo a la Terminal Aérea, extrajo aquellas resecas secreciones adscritas a la comisura de sus ojos; secreciones que junto con fastidiarle la panorámica, le reprochaban ese antojadizo escaqueo con la higiene… Supuso que en aquella oportunidad la excusa era, cuanto menos, atendible. "Quiero conservar su olor. No quiero borrar la huella de sus besos, de sus caricias" dijo en silencio, evocando a su amada mujer mientras, furtivamente, se deshacía de las legañas, arrojándolas al piso del vehículo.
Una vez en el recinto aeroportuario y con larga media hora "de gracia" por delante, buscó un espejo en el cual mirarse. Halló uno impoluto; uno que acababa de ser limpiado por una mujer que, apoyada en un artilugio repleto de cubos, químicos y espadrapos, se lo quedó mirando y le indicó, con gestos inconfundibles, que se subiera la bragueta y que se abrochase el cordón de uno de los zapatos.
Ni su imagen esperpéntica; menos el ruido de las turbinas; tampoco las primeras prisas de la gente consiguieron arrebatarle ese ensimismamiento con que se trasladó hasta un panel que anunciaba, amarillo, feroz y concluyente la salida de su vuelo transoceánico dentro de dos horas y media. Allí permaneció, clavado, tal si fuese parte del mobiliario de la Terminal Aérea. Lo hizo sin apartar la vista de esa fila del panel con los datos del fatídico vuelo. Hizo vanos esfuerzos por desfigurar, por descomponer esas letras, esas palabras, esos nombres propios. Sin embargo, el número del vuelo, la ciudad de destino, la hora de salida, llegaban hasta sus ojos con una nitidez que le hería. Echó en falta aquellas legañas que se había quitado minutos atrás y que seguro –pensó- ya hacían el viaje de regreso hacia Madrid, posiblemente pisoteadas por algún trasnochado pasajero. Las envidió, además. Tuvo el deseo de volver con ellas. 
Agotada esa media hora "de gracia", escuchó por megafonía el llamado petulante, imperativo y estridente que lo llevaría hacia todos esos escenarios de los cuales no quería ser parte: aquel mesón, aquella sala y aquel asiento reclinable devenidos a pesadilla inminente.
Acabado el trámite del mesón y, de manera intempestiva, el hombrecillo echó a correr en busca de la salida. O de la que media hora atrás había sido la entrada a la T2 de Barajas.
Tardó poco más de un minuto en hallarla. Allí, se subió a un taxi que parecía estar esperándolo con las puertas abiertas.
-Supongo que de vuelta a la Calle Fernando el Católico –le dijo el taxista, casi sin inmutarse.
El corazón del hombrecillo dio un brinco y se le quedó atascado en la garganta. “Ya ve usted”, pudo pronunciar apenas.
La Carretera de Valencia, expedita y ataviada con verduscos paneles alusivos al retorno a Madrid, se dejaba recorrer como si del desnudo cuerpo en actitud de entrega de su amada mujer se tratase.
El taxista no hacía más que silbar sabiéndose parte de algo trascendente.
En el piso del coche, intactas, acristaladas y refulgentes como el Sol que comenzaba a asomar por Levante, pudo ver sus legañas y, en un loco acto reflejo se agachó a recogerlas. El coche se detuvo en seco. Su cabeza se golpeó contra el respaldo del asiento del copiloto y las legañas desaparecieron de escena. El taxista pronunció un “lo siento” de tramoyista y lo acompañó con una sonora carcajada.
El hombrecillo imitó al taxista y rió como un poseso. Lo hizo hasta cuando le vino un hipo de borracho.
Reanudada la marcha, estregó sus ojos repetidas veces para saciarse, primero de carretera y luego de calles en las que reconoció su barrio: el ultramarinos y la tahona, los viejos portales... Y se supo a salvo del todo justo cuando el vehículo se detuvo casi enfrente del "8 de mayo".
Luego, mientras introducía la llave en la ranura y sin dejar de mirar el blanco culo del taxi que se hacía más y más pequeño, el hombrecillo le dijo a sus legañas:
-Ya podéis ir a Barajas cuantas veces os apetezca. Podéis incluso llegar a montaros en algún vuelo. Yo, me quedo aquí, para siempre. Y os declaro libres de la periférica comisura de mis ojos y de la matinal torpeza de mis dedos…


( Claudio Olivos - Junio 23 de 2011 - San Miguel, Santiago de Chile )

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