domingo, 27 de julio de 2008


" Soñando el Viento " ( Sueño I )


( De: "Sueños" )


En la madrugada de sábado de un mayo casi extinto, tras los brindis, bailes y discursos en su honor, la princesa Eola escapó del Castillo de Vallevientos de manera subrepticia. Lo hizo escabulléndose del celoso control de sus padres, aprovechando un descuido de éstos cuando posaban para una revista del corazón. Lo hizo esquivando a una cáfila de admiradores, (eternos y despechados candidatos a desposarla) valiéndose de la manida excusa de "vuelvo enseguida, voy a retocarme, se me ha corrido el rímel...." Y lo más intrépido: lo hizo burlando las severas medidas de seguridad instauradas por la Irreal e Infausta Orden de los Caballeros de Prosegur, cuando los 101 miembros de la guardia gastaban la jornada en uno de los calabozos del recinto, pegando a un hombre de rasgos indígenas que no había pagado su entrada.
Confabulaciones del azar mediante, y, tras recorrer durante horas y horas un tupido bosque de castaños, pinos y hierba loca, la princesa consiguió llegar a una solitaria y bravía playa: La Playa de Los Sapos que Sí Bailan Flamenco.
En sintonía con los tenues hilillos de luz que una primaveral luna menguante le proporcionaba, sabiéndose completamente sola, fue incapaz de resistirse a los impulsos de una intempestiva turbación febril, de un antojo de felina en celo....
Sin pensárselo dos veces, se deshizo de corsés, tafetanes, encajes, corpiños.... El fulgurante tatuaje de una "V" en forma de ave en vuelo era todo cuanto la cubría. Con ese tatuaje honraba a su dios, El Viento. Se trataba, además, de una seña de identidad que alimentaba su leyenda, su condición de virgen. La llevaba tatuada en el vértice del precipicio en que nacían, a la par, sus voluminosos encantos. (Ya podéis iros imaginando dónde....)
Una vez desnuda por completo, se adentró en el trepidante y esponjoso rumor de las olas. Retándose a duelo con ellas, sumergiéndose entera y volviendo a aparecer. Así, repetidas veces.... Cual escultura empapada, desnuda desde sus pies de azafata de Spanair hasta su cobriza y enmarañada cabellera. Todo, para deleite de una galería de estrellas, de un aposento de cometas, sibaritas del vouyerismo más supremo.... Transcurrida una hora, y ya extasiada, abandonó el agua y se echó de espaldas sobre la compacta película de arena. La tregua de los elementos marinos, devenida a silencio sobrecogedor, le permitió escuchar con total nitidez el tumb-tumb de su henchido corazón.
Así pasaron largos minutos. El cielo, como si la paleta del horizonte lo hubiese maquillado, adquirió un tono violáceo. Una intrusa columna de luz se instaló entre su desnudez y la muerte de las olas. El revoloteo de las gaviotas y el rumor de los pescadores de las playas cercanas, no consiguieron interrumpir la nitidez con que su corazón le hablaba.
Tímida primero y luego virulenta, una brisa marina borracha y zigzagueante (tras una noche de juerga, incesto y bohemia) sacó a Eola del marasmo. Aquella manifestación de la naturaleza arrastró sus finas telas de princesa, su pasaporte textil de castellana, sus rótulos de Mango o Zara. (Como usted prefiera, pero prefiera la industria nacional). Las arrastró desperdigándolas por ese paraje de ensueño. Arrastrándose, sus ropas esculpieron a las rocas, lamieron la arena. Arrastrándose, hasta convertirse en harapos, en residuos de visita de sicarios. Arrastrándose, huyendo del alcance de sus ojos que reposaban, ajenos a todo, sobre un cielo cada vez más claro.
Una vez despierta del embriagador embrujo, la princesa se puso en pie mientras se llevaba las manos a la boca, sin dar crédito a la abrupta forma en que sus ropas avanzaban y casi desaparecían, ahora como un todo indivisible, allá, al final de la playa. Las siguió con la mirada hasta verlas tropezar, hasta verlas detenerse sobre un bulto indescifrable y se echó a correr hacia ellas, orillando las olas....
El bulto indescifrable correspondía al desnudo cuerpo de un hombre que yacía sobre la mojada y compacta arena. Enorme fue su impresión al comprobar la verdosa y pacífica agonía de aquel extranjero con tantos atributos de príncipe como de batracio. Omitiendo el trámite de coger y ponerse el residuo de sus ropas, Eola quiso auxiliarlo. Conforme a los conocimientos adquiridos en un cursillo de esos que imparten en C.C.C. y motivada por un subterráneo deseo, se hincó sobre la arena y comprobó que era demasiado tarde.
En el ancho pecho del ahogado, un corazón se negaba a latir. Cogió una de sus muñecas buscando signos vitales sin hallarlos. Recorrió la cuenca de esos ojos vaciados en algún puerto. Más de lo mismo: ausencia de vida. Consciente que llamar al Samur, y qué decir al 112, era un insulto a la razón y a la paciencia, comprendió que era momento de echar mano de la magia....
Presa de un tierno instinto, algo impropio de los nobles que la rodeaban, comenzó a vestirlo con parte de sus piltrafas. En la singular labor, no podía evitar mirarlo palmo a palmo, ni podía evitar auscustarlo con ojos febriles. Tardó lo indecible en vestirlo, pues, al tiempo que lo hacía, le frotaba el cuerpo. Su propósito era combatir la avanzada hipotermia que lo afectaba. Quiso relajarse riéndose de la renovada estética del hombre, comprendiendo que, en este caso, era lo que menos importaba. Una vez que consiguió relajarse, se empeñó en querer descifrar el epidérmico desasosiego que ese cuerpo inerte le provocaba. En tanto, unos tímidos rayos solares salieron a escena, con la modorra propia de quien intenta desprenderse de las sábanas. Y es que esos rayos bostezaban sobre la rubia arena, entibiándola apenas....
La princesa, cada vez más conmovida y hechizada por el hombre, no escatimó esfuerzos intentando reanimarle. Nada resultaba. Ya a punto de darse por vencida, y como recurso postrero, convocó a todos los descendientes de su dios, El Viento....
Una fuerza inconmensurable, apocalíptica, desguazó las tripas de las rocas; hizo y deshizo castillos con la arena; alteró la ruta de las gaviotas; redujo a un vaso indomable la furia de las olas. Un remolino frenético y certero los cogió desde la punta de la piel, desde el ombligo de los sueños y, sin siquiera preguntarles, los subió a un vuelo sin escalas, a una ruta sin programas.
La furia eólica pudrió las fronteras; abolió coronas y banderas; desató una pandemia de revoluciones y, acaso lo más significativo: exilió del país de las maravillas a Eola. Bueno, la exilió en compañía del extranjero, del intruso. (Como usted prefiera llamarle). El destino de ambos fue una república ignota, libre de la pandemia de la cordura....
Así las cosas, instalados en el regazo de una alta cumbre y en la misma postura que tenían al ser expulsados de aquella playa, comenzaron su nueva experiencia de inquilinos del exilio. Cuando la princesa se disponía a besar al hombre para revivirlo -ya sabéis, el cutre tópico de Walt Disney- un punto en fuga la paralizó. Él la seguía con la mirada, al tiempo que, con una mano serena, jugueteaba con la amazonía capilar de ella. No satisfecho, con la maligna pericia de Tarantino quebrando sus guiones, se incorporó y, acodado sobre la hierba, la atrajo hacia sí con la fuerza de un vendaval incierto.
Ya incómodo de llevar esas ropas, se fue desnudando mientras la besaba, y, al fragor de la contienda, el hombre, cual ilusionista trucando estratósferas por azoteas, cual mago salpicando conejos con estrellas, cual brujo desapareciendo epicentros en la periferia, le fue traspasando los harapos, harapos que, en cuerpo de Eola, devenían a piezas similares a corsés, tafetanes, encajes, corpiños....
Sólo cuando sus bocas se separaron, el hombre fue cosiendo y ciñendo esas piezas al cuerpo de la princesa. Para ello se valió, simplemente, de palabras. Palabras convertidas en rito, en símbolo de una romántica alianza y que, desde entonces, le susurra a Eola cada vez que la viste y desviste o, lo que es lo mismo, cada vez que amenazan con croar los sapos. Esos que, además de bailar flamenco, también practican la magia....



( Claudio Olivos - Mayo 28 de 2005 - Parque del Retiro, Madrid )

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