" Entre Gatos y Ángeles "
(VINCENT van GOGH - "Still Life with Three Books" - Paris, march april 1887)
Supersticioso como siempre y como cada noche —insisto, como siempre y como cada noche— encaminé mi rumbo hacia la derecha, hacia "la calle más orinada de la ciudad". Indelebles llevaba en mi espíritu los vestigios de una jornada para el olvido. Oculta dejaba mi rabia en la oficina, conviviendo con cuatro amarillentos tomos de gramática, un termo, una calabaza en miniatura, un paquete de hierba-mate recién abierto, una bombilla de plata, una réplica de Guayasamín y una pequeña foto de mi hija. Objetos todos mantenidos allí con el fin de hacer más llevadera, menos tensa, la bolsa de gatos que funcionaba en tan peculiar empresa. Cuestión inútil por lo demás, incluso absurda: ese día decidí presentar mi renuncia a fin de mes, canjeando las múltiples vejaciones recibidas por una corajuda cesantía. (Al país lo sumía una aguda crisis económica: los índices oficiales de desocupación ya se escribían con dos dígitos).
Un junio de fin de siglo, rotundamente otoñal, acusaba el marchito estornudo de las hojas, la paradojal pérdida de ropa de los árboles. (Por culpa del errado pronóstico matinal vestía ropas ligeras). Así las cosas, recibí de lleno una pétrea avalancha de frío, apenas pisé furioso los mordidos pastelones de la Calle Bueras.
Cabizbajo, hilvané los primeros metros. Algo inmensamente superior a mí impedía erguirme.
De improviso, un gordo y perezoso gato negro se cruzó, y, sin mayor preámbulo comenzó a ronronear y a estregárseme entre los pantalones. Esto me alertó. Acicateado por mis inefables cábalas, le descargué un par de patadas antes que se guareciera tras los atestados basureros municipales. Con el corazón todavía batiéndome le grité:
—¿Por qué tenías que cruzarte gato maricón y la gata que te parió?
Cabizbajo, hilvané los primeros metros. Algo inmensamente superior a mí impedía erguirme.
De improviso, un gordo y perezoso gato negro se cruzó, y, sin mayor preámbulo comenzó a ronronear y a estregárseme entre los pantalones. Esto me alertó. Acicateado por mis inefables cábalas, le descargué un par de patadas antes que se guareciera tras los atestados basureros municipales. Con el corazón todavía batiéndome le grité:
—¿Por qué tenías que cruzarte gato maricón y la gata que te parió?
Afirmándome el corazón retomé la marcha. A lo lejos, en la otra punta de la calle, divisé una menuda silueta femenina aproximándose, la cual, rebelándose a los designios del equilibrio, rozaba allá las descascaradas murallas, impactaba acá los faroles y los renuevos arbóreos. Indeciso, agorero, me detuve: »¡El maldito gato negro. Por la mierda!« Pensé cambiar de vereda; lo mismo pensé retroceder, internarme en el Forestal, y, al amparo de un cigarrillo olvidarme de todo. Hasta consideré la idea de volver a la oficina, pero la descarté de plano: »Devolverse trae mala suerte. Tendría que sentarme tres veces« —sentencié—. Al fin, y alterada esa modorrienta medianoche de martes por ese taconeo cada vez más cercano y categórico, me interné en un estrecho pasaje y me senté apoyado en el portal de un edificio que brindaba una perspectiva ideal para ver quién salía y entraba del pasaje...
El gato volvió a la carga, ronroneando desde un ventanal próximo, sin quitarme de encima su enigmático fulgor, sus ojos de neón transparente. »Pero si lo mato son siete años de desgracia« —recordé, mirándolo de refilón—. Los inestables pasos de la mujer resbalaron y pasaron de largo. »Gracias gatito, gatito, gatito…« —alcancé a decir—. En seguida, esos inestables pasos se rehicieron, retrocedieron y, poco a poco, se me vinieron encima: »¡Por las de mi padre! Olvida lo de las gracias. ¡Claro! ¡Cómo no! ¡Gato negro tenías que ser!« —despotriqué, esta vez mirándolo fijamente.
Separados por unos metros recibí el etílico impacto, el hálito fermentoso de su aliento: »Uyuyuy… Atún con piscola« —dije medio en broma, medio en serio—, alcanzando apenas a sostenerla, justo cuando se desvanecía a mis pies. Profitando de la situación, el obstinado gato ahora retozaba en mi espalda...
Quedé paralogizado largos minutos, observándola, prestándole nula atención a sus ininteligibles e inaudibles balbuceos:
—M'jto... Deppprrrtttmmnnttto... M'jto... Deppprrrtttmmnnttto...
La escena me consternó y enseguida me hice responsable de ese despojo de la noche, ya que no estaba dispuesto a ser cómplice de tamaña injusticia. Quise rectificar la previa intención de huír atendiendo su ínfima y jorobada estatura; la caótica dimensión de sus canas; los míseros residuos cárneos de sus pellejos; su intrincado ritmo cardiaco y el urgente ruego de su veterana sed:
—Mozzz... Mozzz... Otttrrr copppaaa... —balbuceaba, semidormida en mis inexpertos brazos, semiviva latiendo frágil, semimuerta vendimia mustia.
Quedé paralogizado largos minutos, observándola, prestándole nula atención a sus ininteligibles e inaudibles balbuceos:
—M'jto... Deppprrrtttmmnnttto... M'jto... Deppprrrtttmmnnttto...
La escena me consternó y enseguida me hice responsable de ese despojo de la noche, ya que no estaba dispuesto a ser cómplice de tamaña injusticia. Quise rectificar la previa intención de huír atendiendo su ínfima y jorobada estatura; la caótica dimensión de sus canas; los míseros residuos cárneos de sus pellejos; su intrincado ritmo cardiaco y el urgente ruego de su veterana sed:
—Mozzz... Mozzz... Otttrrr copppaaa... —balbuceaba, semidormida en mis inexpertos brazos, semiviva latiendo frágil, semimuerta vendimia mustia.
Enternecido a más no poder, le reacomodé el felpudo abrigo rojo que llevaba. La temperatura descendía drásticamente: »Y ahora qué cresta hago« —me preguntaba—. La miré y la miré. La miré ya dormida en mis brazos. Y es que la sostuve —cual vasta raíz al endeble tallo— larga media hora. Incluso la besé repetidas veces en la frente: »Abuelita Esther…« —susurré emocionado, recordando a mi abuela materna, a la cual jamás tuve en brazos y si ella lo hizo alguna vez conmigo, no lo recuerdo.
Mientras, el gato, conocedor de superficies y texturas, acababa de cambiar la mezclilla de mi chaqueta por la colérica suavidad del abrigo y descansaba sobre las costillas de la anciana. En su diminuto reloj logré ver la hora: »la una«. Oteé en rededor e hice el ademán de pararme, al tiempo que quise despertarla.
—¿Y tú...? —preguntó, queriendo zafarse—. ¿Quién eres?
Asumido mi rol de faro esgrimiendo ampolletas, respondí con decisión:
—Digamos... algo así como su protector...
—Mmmhhh... Bien, protector —dijo con una leve mueca de disgusto. Su lengua ya no era traposa—. A ver si eres capaz de llevarme a mi sucucho...
—¿Y tú...? —preguntó, queriendo zafarse—. ¿Quién eres?
Asumido mi rol de faro esgrimiendo ampolletas, respondí con decisión:
—Digamos... algo así como su protector...
—Mmmhhh... Bien, protector —dijo con una leve mueca de disgusto. Su lengua ya no era traposa—. A ver si eres capaz de llevarme a mi sucucho...
Luego, bostezando agregó:
—Toma. Estas son las llaves: acceso, pasillo, departamento. Último piso. Tengo sueño...
—Toma. Estas son las llaves: acceso, pasillo, departamento. Último piso. Tengo sueño...
Caminamos lentos. Corregí su precario equilibrio sosteniéndola de un hombro; de uno de sus cadavéricos hombros.
El traqueteo de sus puntiagudos tacos sobre los adoquines espabiló la soñolencia de los ventanales: desde lo alto del Pasaje Bueras surgieron escudriñadoras siluetas, voces malévolas, sarcásticas: ''Otra vez la borrachita que se las da de escritora…'', ''Y mira, el tipo no debe tener más de treinta…'', ''P´tas que va a ser disparejo el lance…'', entre otras frases de calibre cuarenta y cinco o más.
Al tercer amago de irse al suelo —ya del todo dormida— debí tomarla en brazos. »No debe pesar más de treinta kilos« —pensé, impactado—. Supuse que nuestro destino era aquel edificio al final del recodo del pasaje: »Abrigo rojo, edificio rojo« —resolví convencido—. Tras abrir una puerta de vidrio con un pie —y con el otro, ahuyentar gentilmente al gato que se aprestaba a ingresar— la dejé apoyada en la pared, sobre las baldosas de un amplio y oscuro hall.
Me quedé un rato allí. Sonreí al verla retozando en las albinegras baldosas. La imaginé cual crapuloso charco en reposo. Un repentino escalofrío me sacó del marasmo. »Ahora viene lo bueno« —pensé, haciendo rechinar las tres llaves en mi puño cerrado—. Confundido, pero sin abandonar mis cábalas, logré girar la chapa del acceso al primer intento: »Llave negra, chapa negra« —comenté satisfecho.
Una vez abierta la puerta del pasillo, —también al primer intento— volví por ella. La hallé volteada hacia la pared. Sus guturales ronquidos me obligaron a tomarla una vez más en brazos.
—Whissskyyy. Quiero whissskyyy —me susurró en el pasillo—. ¡Tráeme una botella de whissskyyy! —insistió, ya sin susurrar y amenazando despertarse. Sólo amenazando despertarse.
Al empujar la puerta ya entreabierta, reflexioné: »Con suerte me alcanza pa' comprarle una Escudo…«
Sin darme respiro comencé la última escala del turbulento viaje. Y sin acusar cansancio: »¿Treinta? ¡Nunca! No deben ser más de veinticinco« —especulé tanteando la dormida y colorada carga—.
En extremo cuidadoso, fui consumiendo los peldaños, girando y girando la encaracolada escalera. A través de los vidrios rotos divisé un pedazo de noche opaca y, sobre las techumbres aledañas, inconfundibles siluetas de gatos negros que se multiplicaban pisos arriba, supliendo la estampida de las estrellas con el fulgor de sus ojos acechadores. Los fui contando, homologándolos a los distantes latidos de la anciana.
Tuve la impresión de estar en un sueño. Más bien la de experimentar un déjà vu. En la confusión, rememoré sueños de crío, cuando fantaseaba con ser un personaje de historietas: cuando sumergía la imaginación en inverosímiles hazañas. Cuando —sesgado por comentarios de mi religiosa madre— me calzaba la capa del Super Ángel de la Guarda, incansable defensor de los pobres y reprimidos...
Y es que algo de esas historietas capturé en el ascendente espiral de las paredes, de esas paredes adornadas de gatos negros.
El traqueteo de sus puntiagudos tacos sobre los adoquines espabiló la soñolencia de los ventanales: desde lo alto del Pasaje Bueras surgieron escudriñadoras siluetas, voces malévolas, sarcásticas: ''Otra vez la borrachita que se las da de escritora…'', ''Y mira, el tipo no debe tener más de treinta…'', ''P´tas que va a ser disparejo el lance…'', entre otras frases de calibre cuarenta y cinco o más.
Al tercer amago de irse al suelo —ya del todo dormida— debí tomarla en brazos. »No debe pesar más de treinta kilos« —pensé, impactado—. Supuse que nuestro destino era aquel edificio al final del recodo del pasaje: »Abrigo rojo, edificio rojo« —resolví convencido—. Tras abrir una puerta de vidrio con un pie —y con el otro, ahuyentar gentilmente al gato que se aprestaba a ingresar— la dejé apoyada en la pared, sobre las baldosas de un amplio y oscuro hall.
Me quedé un rato allí. Sonreí al verla retozando en las albinegras baldosas. La imaginé cual crapuloso charco en reposo. Un repentino escalofrío me sacó del marasmo. »Ahora viene lo bueno« —pensé, haciendo rechinar las tres llaves en mi puño cerrado—. Confundido, pero sin abandonar mis cábalas, logré girar la chapa del acceso al primer intento: »Llave negra, chapa negra« —comenté satisfecho.
Una vez abierta la puerta del pasillo, —también al primer intento— volví por ella. La hallé volteada hacia la pared. Sus guturales ronquidos me obligaron a tomarla una vez más en brazos.
—Whissskyyy. Quiero whissskyyy —me susurró en el pasillo—. ¡Tráeme una botella de whissskyyy! —insistió, ya sin susurrar y amenazando despertarse. Sólo amenazando despertarse.
Al empujar la puerta ya entreabierta, reflexioné: »Con suerte me alcanza pa' comprarle una Escudo…«
Sin darme respiro comencé la última escala del turbulento viaje. Y sin acusar cansancio: »¿Treinta? ¡Nunca! No deben ser más de veinticinco« —especulé tanteando la dormida y colorada carga—.
En extremo cuidadoso, fui consumiendo los peldaños, girando y girando la encaracolada escalera. A través de los vidrios rotos divisé un pedazo de noche opaca y, sobre las techumbres aledañas, inconfundibles siluetas de gatos negros que se multiplicaban pisos arriba, supliendo la estampida de las estrellas con el fulgor de sus ojos acechadores. Los fui contando, homologándolos a los distantes latidos de la anciana.
Tuve la impresión de estar en un sueño. Más bien la de experimentar un déjà vu. En la confusión, rememoré sueños de crío, cuando fantaseaba con ser un personaje de historietas: cuando sumergía la imaginación en inverosímiles hazañas. Cuando —sesgado por comentarios de mi religiosa madre— me calzaba la capa del Super Ángel de la Guarda, incansable defensor de los pobres y reprimidos...
Y es que algo de esas historietas capturé en el ascendente espiral de las paredes, de esas paredes adornadas de gatos negros.
Era poetisa. De nombre Violeta. Chilota a mucha honra. Insolente transgresora de los calendarios: de los más de ochenta que ya contaba. Impaciente por llevarse al cielo —ese que alguna vez le prometieron— los andrajos de su equipaje, su abultada tinta literaria. Ella misma se definía como una cucarra y bulliciosa habitué en los periféricos salones del olvido.
Es cuanto alcanzó a narrarme desde el momento en que, súbitamente despierta, y sin peldaños de por medio, me pidió camináramos —»despacito«— por el pasillo de su piso.
—¡Cómo duele la vida, muchacho! —exclamó—. ¡La vieja vida sin alcohol en las venas! ¡Cómo duele no poder hacer huevona —aunque sea un ratito— a la memoria!
Un agrio y punzante nudo en la garganta me sorprendió frente a la puerta de su departamento. Recompuesto, la abrí de a poco.
Es cuanto alcanzó a narrarme desde el momento en que, súbitamente despierta, y sin peldaños de por medio, me pidió camináramos —»despacito«— por el pasillo de su piso.
—¡Cómo duele la vida, muchacho! —exclamó—. ¡La vieja vida sin alcohol en las venas! ¡Cómo duele no poder hacer huevona —aunque sea un ratito— a la memoria!
Un agrio y punzante nudo en la garganta me sorprendió frente a la puerta de su departamento. Recompuesto, la abrí de a poco.
Era un pequeño departamento, cuyo ámbito lo dominaba un olor espeso, mezcla de humedad y encierro. Un deprimido y precario decorado llamó mi atención, lo mismo la escasez de muebles y de tecnología, propia de una indigencia abismal: »Si es para terminar así, ya no quiero ser escritor« —pensé, abatido.
Sentado en un descalibrado sofá, llevé la mirada hacia la penumbra del dormitorio improvisado con descoloridos velos de gasa, velos en los cuales colgaban, pinchados con alfileres, destellos de tiempos mejores: ajadas fotografías en blanco y negro, verdaderas postales del paraíso, mudos diplomas del amor.
Mientras, desperezándose de la borrachera, Violeta hurgaba entre una montonera de vinilos. Desde un destartalado tocadiscos, chicharrientos e irregulares surgieron los acordes de ''Under the skin'', de Sinatra. Y no sólo eso hizo para desperezarse: también me invitó a bailar… De modo que, envueltos en un cadencioso balanceo, nos internamos en abismales recuerdos, además de confesar no llevarnos muy bien que digamos con el presente:
—¿Sabes por qué venía sola, a esta hora y en estas condiciones?
—Arrancando de alguna pena... Supongo.
Mencionó una regada tertulia en La Casa de los Escritores. Celebró lo fraternal de la velada. Fraternal hasta cuando, a merced de la soledad, comenzó a beber desaforadamente.
—Y ni que fuera la Cenicienta —reclamó—. Justo a las doce, los adalides del honor me echaron con viento fresco...
—Y por lo visto, ningún príncipe azul se dignó acompañarla...
Solía ocurrirle eso. A veces a medianoche, otras, de madrugada, pero irremediablemente caminando a solas. De sus contertulios y colegas dijo que nunca aceptó o aceptaría jamás ayuda, justificándolos:
—Los pobres están más cagados que palo-gallinero de gallinas con salmonella...
Y es que de hombres nada quería saber. »Algunos todavía me rondan« —dijo pícara—. Qué duda quedaba de esa aversión por los compromisos con el sexo opuesto. Si seguía enamorada de su único gran amor: de un sempiterno soñador desaparecido tempranamente, cual sortilegio mutante, cual cabriola del destino corrompida por los desmanes del hombre.
—Él me espera —suspiró con los ojos vidriosos—. Falta poco para encontrarme con mi poeta del acantilado...
—Mucho falta para eso —le dije acariciando sus tiesas mechitas canas.
—La muerte, 'esa vieja fea', me tiene echado el ojo hace rato —dijo con desparpajo—. Me ofrece descanso, me tienta con hamacas de argucias lacias...
—Eso. Es una vieja fea —agregué—. No le haga caso.
—Le hago caso. Le obedezco. Le coqueteo —señaló histriónica—. Si hasta pinto mis labios y me monto en estos zapatos con taco de cornisa, con ruido de circo de Timoteo...
Embelesado, con nula intención de romper el encanto —hasta ignoré mi Sinatrafobia: sus canciones me traían pésimos recuerdos— seguí entregado al incesante girar. Y es que al hacerlo me parecía estar quizás en qué extraviada galaxia, a bordo de quizás qué nave interplanetaria, quizás en qué remota dimensión.
—Violeta, hágame caso —dije infantilmente—. No le coquetee a esa malvada bruja, no se suba a su mugrienta escoba...
Intempestiva, se apartó. Hizo señas de sentarnos al borde de una mesa. Me miró a los ojos, acarició una crucecita que llevaba al cuello y ahora, mirando fijamente una añosa foto, volvió a soltar un suspiro y preguntó:
—¿Quién te puso en mi camino? ¿Dios o mi malogrado pendolista?
—Un gato —respondí, para corregir de inmediato—: Un gato negro...
Nuestras manos se entrelazaron y así permanecieron algunos minutos. Acodados a la mesa, nos miramos con fruición. Frank había dejado de girar en el tocadiscos.
—Y bien —dijo, retomando la palabra—. Entonces: ¿Quién me trajo este Ángel con ojos de gato?
—¿Ángel? ¿Ojos de gato? —le pregunté turbado—. ¡Qué cosas dice Violeta!
—Y de gato negro —repuso—. Son los más parecidos a los de los ángeles.
Sin poder contener unas lágrimas que, rebeldes cayeron sobre el mantel plástico, me distraje observando el zafarrancho de la ínfima cocina. (Violeta se había parado y buscaba algo en el dormitorio). Ahora, mirando el descascarado cielo —ella seguía en sus afanes— repasé los piropos más indelebles recibidos en la vida y, así como no pude establecer si eran muchos o pocos, menos dí con uno que me hubiese hecho ruborizar o levitar como recién no más. »¿Ángel con ojos de gato? ¡Qué tremendo!« —dije en silencio, en un silencio contento.
—Toma. Es un regalo —dijo, entregándome un libro—. ¿Te gusta la poesía?
Era un librito de poesías, con gráfica de un renombrado artista plástico en portada. Era el último escrito por ella. Se titulaba "Furia y Ternura".
—Claro que no es gran cosa —agregó—. Es chiquitito, flaquito como yo.
Comencé a leer con avidez. No tardé en terminarlo: vientos del sur, brisa marina, infinitos oleajes, acantilados, palafitos, tundra, faroles, fantasmas, fábulas, mitos y supersticiones —sí, ¡supersticiones!— parecieron emigrar a la capital, haciéndose un hueco entre nosotros. Violeta se arrimó a mí. Dijo sentir frío.
—¿Por qué "Furia y Ternura"?
—¿Has escrito alguna vez? —preguntó, elegantemente evasiva.
Sentado en un descalibrado sofá, llevé la mirada hacia la penumbra del dormitorio improvisado con descoloridos velos de gasa, velos en los cuales colgaban, pinchados con alfileres, destellos de tiempos mejores: ajadas fotografías en blanco y negro, verdaderas postales del paraíso, mudos diplomas del amor.
Mientras, desperezándose de la borrachera, Violeta hurgaba entre una montonera de vinilos. Desde un destartalado tocadiscos, chicharrientos e irregulares surgieron los acordes de ''Under the skin'', de Sinatra. Y no sólo eso hizo para desperezarse: también me invitó a bailar… De modo que, envueltos en un cadencioso balanceo, nos internamos en abismales recuerdos, además de confesar no llevarnos muy bien que digamos con el presente:
—¿Sabes por qué venía sola, a esta hora y en estas condiciones?
—Arrancando de alguna pena... Supongo.
Mencionó una regada tertulia en La Casa de los Escritores. Celebró lo fraternal de la velada. Fraternal hasta cuando, a merced de la soledad, comenzó a beber desaforadamente.
—Y ni que fuera la Cenicienta —reclamó—. Justo a las doce, los adalides del honor me echaron con viento fresco...
—Y por lo visto, ningún príncipe azul se dignó acompañarla...
Solía ocurrirle eso. A veces a medianoche, otras, de madrugada, pero irremediablemente caminando a solas. De sus contertulios y colegas dijo que nunca aceptó o aceptaría jamás ayuda, justificándolos:
—Los pobres están más cagados que palo-gallinero de gallinas con salmonella...
Y es que de hombres nada quería saber. »Algunos todavía me rondan« —dijo pícara—. Qué duda quedaba de esa aversión por los compromisos con el sexo opuesto. Si seguía enamorada de su único gran amor: de un sempiterno soñador desaparecido tempranamente, cual sortilegio mutante, cual cabriola del destino corrompida por los desmanes del hombre.
—Él me espera —suspiró con los ojos vidriosos—. Falta poco para encontrarme con mi poeta del acantilado...
—Mucho falta para eso —le dije acariciando sus tiesas mechitas canas.
—La muerte, 'esa vieja fea', me tiene echado el ojo hace rato —dijo con desparpajo—. Me ofrece descanso, me tienta con hamacas de argucias lacias...
—Eso. Es una vieja fea —agregué—. No le haga caso.
—Le hago caso. Le obedezco. Le coqueteo —señaló histriónica—. Si hasta pinto mis labios y me monto en estos zapatos con taco de cornisa, con ruido de circo de Timoteo...
Embelesado, con nula intención de romper el encanto —hasta ignoré mi Sinatrafobia: sus canciones me traían pésimos recuerdos— seguí entregado al incesante girar. Y es que al hacerlo me parecía estar quizás en qué extraviada galaxia, a bordo de quizás qué nave interplanetaria, quizás en qué remota dimensión.
—Violeta, hágame caso —dije infantilmente—. No le coquetee a esa malvada bruja, no se suba a su mugrienta escoba...
Intempestiva, se apartó. Hizo señas de sentarnos al borde de una mesa. Me miró a los ojos, acarició una crucecita que llevaba al cuello y ahora, mirando fijamente una añosa foto, volvió a soltar un suspiro y preguntó:
—¿Quién te puso en mi camino? ¿Dios o mi malogrado pendolista?
—Un gato —respondí, para corregir de inmediato—: Un gato negro...
Nuestras manos se entrelazaron y así permanecieron algunos minutos. Acodados a la mesa, nos miramos con fruición. Frank había dejado de girar en el tocadiscos.
—Y bien —dijo, retomando la palabra—. Entonces: ¿Quién me trajo este Ángel con ojos de gato?
—¿Ángel? ¿Ojos de gato? —le pregunté turbado—. ¡Qué cosas dice Violeta!
—Y de gato negro —repuso—. Son los más parecidos a los de los ángeles.
Sin poder contener unas lágrimas que, rebeldes cayeron sobre el mantel plástico, me distraje observando el zafarrancho de la ínfima cocina. (Violeta se había parado y buscaba algo en el dormitorio). Ahora, mirando el descascarado cielo —ella seguía en sus afanes— repasé los piropos más indelebles recibidos en la vida y, así como no pude establecer si eran muchos o pocos, menos dí con uno que me hubiese hecho ruborizar o levitar como recién no más. »¿Ángel con ojos de gato? ¡Qué tremendo!« —dije en silencio, en un silencio contento.
—Toma. Es un regalo —dijo, entregándome un libro—. ¿Te gusta la poesía?
Era un librito de poesías, con gráfica de un renombrado artista plástico en portada. Era el último escrito por ella. Se titulaba "Furia y Ternura".
—Claro que no es gran cosa —agregó—. Es chiquitito, flaquito como yo.
Comencé a leer con avidez. No tardé en terminarlo: vientos del sur, brisa marina, infinitos oleajes, acantilados, palafitos, tundra, faroles, fantasmas, fábulas, mitos y supersticiones —sí, ¡supersticiones!— parecieron emigrar a la capital, haciéndose un hueco entre nosotros. Violeta se arrimó a mí. Dijo sentir frío.
—¿Por qué "Furia y Ternura"?
—¿Has escrito alguna vez? —preguntó, elegantemente evasiva.
Comprendí que era el turno de hablar de mí. Y aproveché la situación: le confidencié que escribía desde niño. Que le escribía a la naturaleza, a las mujeres, al sistema imperante... Que lo hacía en las agendas que llevaba siempre conmigo. También le dije que, desde enero a junio —en la agenda que en ese momento saqué de mi bolso— había escrito con una intensidad nunca antes lograda. Y que si quería los leía. Sólo si quería.
—¿Quién dice eso de »con una intensidad nunca antes lograda«? —preguntó.
—Nadie —respondí con naturalidad—. Lo digo yo...
—¿Nadie?
—Es que me da pudor mostrarlas. Pero estoy dispuesto a intentar vencer ese pudor. Tal vez una poetisa de su talla pueda ayudarme... —le dije, acercándole con descaro la agenda, como si mi pudor jamás hubiese existido.
Violeta asintió. Al azar, la agenda se abrió en una página de mayo. Allí, impostando la voz, leyó, acerca del mar: »atracado en sus húmedos e infinitos peldaños, el joven pescador se hizo estepario«; luego, de la contratapa, leyó uno inspirado en Cuba: »la brisa revolucionaria te fortalece, el bloqueo te incita a mendigar, la rebeldía tuya, florece y florece«; y acabó con otro que atravesaba las páginas de enero, uno dedicado a cierta mujer: »cual sediento trueno, penetré la estrecha canción de tu garganta...«
Ansioso, esperé su veredicto. Sudando. Transcurridos unos segundos, cogió mi lápiz de tinta verde y escribió temblorosas frases en la hoja del primer día de agosto. »Es cuando empieza el mes de los gatos« —dijo sin mirarme—. »Los gatos… Sí, los gatos« —pensé, mirando absorto su huesuda mano deslizándose trabajosamente sobre la agenda. Al terminar, la cerró con delicadeza y me la entregó:
—Es una declaración. Una declaración de principios —me dijo, poniéndose de pie—. Ahora debes partir: la leerás después, lejos de aquí...
En cada puerta hay un interruptor. Déjalas cerradas. Y gracias por todo.
Cuando se empinaba para besarme en la frente, cerré los ojos, y, sin abrirlos, giré la manilla de la primera puerta —la misma que horas antes fue la tercera— y la abrí con desgano. Y con verdadero pesar escuché cómo se cerraba a mi espalda.—¿Quién dice eso de »con una intensidad nunca antes lograda«? —preguntó.
—Nadie —respondí con naturalidad—. Lo digo yo...
—¿Nadie?
—Es que me da pudor mostrarlas. Pero estoy dispuesto a intentar vencer ese pudor. Tal vez una poetisa de su talla pueda ayudarme... —le dije, acercándole con descaro la agenda, como si mi pudor jamás hubiese existido.
Violeta asintió. Al azar, la agenda se abrió en una página de mayo. Allí, impostando la voz, leyó, acerca del mar: »atracado en sus húmedos e infinitos peldaños, el joven pescador se hizo estepario«; luego, de la contratapa, leyó uno inspirado en Cuba: »la brisa revolucionaria te fortalece, el bloqueo te incita a mendigar, la rebeldía tuya, florece y florece«; y acabó con otro que atravesaba las páginas de enero, uno dedicado a cierta mujer: »cual sediento trueno, penetré la estrecha canción de tu garganta...«
Ansioso, esperé su veredicto. Sudando. Transcurridos unos segundos, cogió mi lápiz de tinta verde y escribió temblorosas frases en la hoja del primer día de agosto. »Es cuando empieza el mes de los gatos« —dijo sin mirarme—. »Los gatos… Sí, los gatos« —pensé, mirando absorto su huesuda mano deslizándose trabajosamente sobre la agenda. Al terminar, la cerró con delicadeza y me la entregó:
—Es una declaración. Una declaración de principios —me dijo, poniéndose de pie—. Ahora debes partir: la leerás después, lejos de aquí...
En cada puerta hay un interruptor. Déjalas cerradas. Y gracias por todo.
Me sentí levitar rotundo por el pasillo, y, como esta vez no pisaba los peldaños, pude mirar con una mejor panorámica a través de los vidrios rotos y pude comprobar que ya no había gatos, ni negros, ni de color alguno sobre los tejados de los edificios vecinos, si no que pude ver un poco más allá, en el cielo crepuscular, fulgurando, un amasijo de estrellas. Y las paredes del pasillo bajo las pude ver tapizadas con retratos de Violeta: la ví jovial, infinesimalmente feliz, con una sonrisa ancha, cual Luna creciente, bella como una caracola nacarada, la ví de la mano de su amor amado —bigotito breve, sombrero alado—, los ví corriendo, batiéndose a duelo con la ventisca de los fiordos... Sumisa, se abrió la segunda puerta —que seguía siendo la segunda de siempre— y desde lo alto pude ver una hamaca dispuesta en el acceso, en ella pude ver a la poetisa, esta vez durmiendo plácidamente, sin prisa y sobre algodones. Sumisa también, se abrió la tercera de las puertas —alguna vez la primera de ellas— y, con un estornudo de Ángel abrí la puerta de vidrio sin chapa, —en rigor la cuarta puerta, de la cual poco y nada dije antes— y que, al fin y al cabo bien podía no ser una puerta, y bien podía ser una ventana, o bien una perfecta excusa para entrar y salir de los sueños....
Un golpe de frío me bajó de sopetón. Curioso, con los pies bien puestos en los adoquines, eché a caminar leyendo la telúrica nota de Violeta, rubricada así: ''para un Ángel con Ojos de Gato; para un poeta en ciernes....''
Un prominente bulto que, desafiante dormía en la acera de ''la calle más orinada de la ciudad'', y, con el cual tropecé aparatosamente, interrumpió mi emocionada lectura. Ceremonioso, guardé la agenda y, como nunca antes lo había hecho —insisto, como nunca antes lo había hecho— cogí la peluda y lánguida estructura del gato negro, que sin atisbos de rencor, se entregó a mis arrepentidas caricias que, interminables, transcurrían sobre su dichoso lomo....
F I N
Nota: Este cuento esta inspirado en un hecho real. (Una prueba más de lo afortunado que soy....) El sentido común y el respeto por la protagonista, me llevó a alterar descaradamente algunos datos referidos a Violeta (un nombre ficticio). De modo que, parte de su biografía no es real. Todo lo demás, lo viví. (O lo sentí). Eso qué más da....
( Claudio Olivos - Otoño de 2000 - Santiago de Chile )